44. Dos copas de vino blanco

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Es casi la hora.
No sé cuantas veces me miro en el espejo, pero deben ser demasiadas porque estoy empezando a sacarle fallos al outfit.
He acompañado la blusa (que va sin sujetador), con unos vaqueros ceñidos negros, unos tacones con tachuelas y un collar totalmente pegado al cuello negro con detalles dorados.
Me recojo el pelo en un moño bajo con dos mechones sueltos para hacer el conjunto más elegante. Finalmente hago un bonito delineado y me pongo los labios rojos.
Escucho la puerta de Héctor cerrarse. Acaba de llegar.
Para evitar cruzarme con Carlos, le mando un mensaje de que lo espero en la calle. Es una pena que sea fin de semana, porque Pili y yo no podemos hablar un rato.
Me pongo la chaqueta para quitarme el frío. Prefiero analizar la cara de Héctor cuando me quite la chaqueta y vea la fantástica blusa que llevo puesta.
Al poco tiempo sale del portal y se me corta un poco la respiración. Debería ser ilegal ser tan despiadadamente guapo.
Viste un blazer negro con una camiseta de cuello alto de color gris y un collar largo de cadenas. Sus pantalones chinos son del mismo color que el blazer y, como siempre, usa botines, algo que secretamente siempre me ha encantado de él. Sus dedos llenos de anillos también le dan al look un aire seductor y peligroso que hace que me vengan diversos recuerdos que debería olvidar por mi propio bien.
—Abril —me da un pequeño repaso con la mirada.
—Héctor —asiento a modo de saludo.
Me hace un gesto para que lo siga a su coche y eso mismo hago. El objetivo de esta noche es ser una adulta funcional, así que me siento orgullosa cuando no lo he saludado con un "capullo".
Me abre la puerta del coche y señala para que entre.
—Vaya, vaya... ¿Desde cuando eres tan caballeroso? —pregunto mientras me siento.
—Desde que eres propensa a dar portazos y quiero más a mi coche que a tu ego —me sonríe de medio lado y me cierra en las narices.
Vale. Es un CAPULLO. Con MAYÚSCULAS.
Respiro contando hasta diez para no bajarme del coche y liarme a patadas con él, aunque ese "él" aún no identifico si es el pobre coche o su estúpido dueño.
Héctor se monta en el asiento y se quita la chaqueta. Miro de reojo como se tensan sus músculos al girarse y ponerla en la parte de atrás.
—¿No te quitas el abrigo? —dice con una ceja alzada mientras arranca el motor.
—Tengo frío —mantengo la vista al frente.
—¿Sabes que la chaqueta quita efecto a las medidas de seguridad en un accidente? —dice con tono de sabelotodo.
—Lo sé. Yo también tengo coche. Tengo el maldito carnet —le recuerdo.
—Pues que sepas que te lo deberían quitar si no te sabes la regla más básica.
Vuelvo a contar hasta diez con una sonrisa en el rostro e intento cambiar el tema para no cometer un homicidio MUY voluntario.
—¿Dónde vamos?-
—A cenar —me contesta sin más.
—Eso ya lo sé. ¿A qué sitio? —insisto.
—A un restaurante —vuelve a dar poca información.
—¿Dónde está? —insisto todavía más.
—En la ciudad —le sale una pequeña sonrisa.
—Eres peor que un niño pequeño —gruño cruzándome de brazos.
—Pero siempre mejor que tú —me sonríe déspota.
¡SE SUPONE QUE NOS IBAMOS A COMPORTAR COMO DOS ADULTOS!
Frunzo el ceño y decido quedarme callada. No merece la pena discutir con este idiota.
Miro su reflejo en la ventana. El muy capullo está riéndose sin hacer ruido. Me giro enfadada y no puede aguantarse más. Explota en una bonita carcajada.
¿Por qué no puede ser siempre así? ¿Por qué no sonríe más? Siempre tiene el ceño fruncido y casi nunca se ríe de forma tan natural. Estas eran las carcajadas del principio, luego se fueron apagando cada vez más, hasta la noche de la noria. Hasta el día de los cuernos.
—Perdona —dice sin apenas aire—. Es que estás muy guapa cuando te enfadas. Deberías agradecerme por incrementar tu belleza —me guiña el ojo.
—Eres un capullo —le sonrío de la forma más falsa que pueda existir.
—Me encantan tus halagos. Voy a acabar pensando que quieres ligar conmigo —pone una voz grave que despierta en mí cosas que deberían estar dormidas.
—Pues sigue pensando, que solo se va a quedar ahí —pongo los ojos en blanco.
Tras una media hora, llegamos a la playa, en concreto a un restaurante que está metido en la arena. Diría que es un chiringuito, pero es demasiado sofisticado para llamarlo así.
La playa me trae tantos recuerdos... no es la nuestra, pero aún así, me produce un escalofrío estar con Héctor viendo el mar.
Entramos en el restaurante  y siento calor al instante. La sala está iluminada con una suave luz naranja que crea un ambiente íntimo. Su decoración en tonos malva y marrón crea un escenario sofisticado a la vez que moderno que contrasta con algunos cuadros vintage. Cada mesa tiene un mantel que llega casi a rozar el suelo con bordados de hojas de palmera, y tienen un pequeño jarrón en el que dentro hay una viola falsa, pero que casi parece verdadera.
Tomamos asiento cuando el camarero nos señala nuestra mesa y me quito por fin la chaqueta.
Héctor se queda por unos segundos petrificado y yo sonrío interiormente de satisfacción. Su mirada pasa a través de mi alargado escote e intuyo que se da cuenta que no hay sujetador.
—¿Pasa algo? — sonrío inocente tomando asiento en la mesa.
—Nada. Eh... ¿vino blanco? —me pregunta repentinamente mientras el camarero nos observa.
—Claro. Dos copas de vino blanco —le contesto con la mejor de mis sonrisas al camarero, que evita darme un repaso con la mirada.
El chico nos deja la carta y se retira en silencio.
Nos miramos fijamente sin abrirla.
Se le va la mirada a mi escote y sonrío.
Este duelo lo he ganado yo.

Ex, vecinos y otros desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora