96. Día 5: rosas y calavera

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Sentada en el banco admirando las estatuas de la iglesia me invade una extraña sensación de paz.
Nunca he sido creyente y solo he ido a iglesias típicas en las que reina un ambiente oscuro y tétrico. Siempre me ha impresionado como un sitio en el que debe invadirte una sensación de tranquilidad, puede ser tan asfixiante, pero esta iglesia es completamente diferente.
La luz la ilumina por todas partes, dando un tinte azulado que recuerda al mismísimo cielo, con grande estatuas de un blanco cegador, que representan a los apóstoles como si fuesen columnas.
No hay imágenes de vírgenes llorando o de Jesús crucificado. Todo lo que reina a mi alrededor es de colores brillantes, claros y un ambiente muy luminoso, lejos del tinte amarillento que suelen tener.
Cierro los ojos y me relajo intentando poner orden a mis pensamientos.
Héctor y yo estamos raros. Todo cambió desde aquella noche. Nunca volvimos a sacar esa confesión y las conversaciones se han vuelto meramente profesionales. Incluso comemos por separado o si nos vemos obligados a estar juntos, comemos en el mayor de los silencios.
Las noches me resultan difíciles. Él parece dormirse demasiado rápido, siempre dándome la espalda, y yo tardo horas en dormirme. Después de cuatro noches, no consigo acostumbrarme a estar junto a él.
Hemos marcado la distancia necesaria para que no haya equivocaciones. Sin complicaciones.
Abro los ojos y vuelvo a encontrar al objetivo apuntándome, es la costumbre de estos días. No puedo quejarme por el simple hecho de que yo también lo fotografío.
Al final estamos grabando este anuncio como si los turistas fuésemos nosotros, asumo que simplemente nos metemos en el papel de conseguir material tanto del paisaje como del uno y del otro, o de eso trato de convencerme.
Ambos nos pillamos constantemente, pero ninguno dijo nunca algo al respecto.
Héctor se sienta a mi lado y se queda en silencio. Cuando lo miro está incómodo.
—¿Pasa algo? —susurro para no molestar a la gente de alrededor.
—No me gustan las iglesias —se encoge de hombros.
—Ni a mi, pero aquí... No sé. ¿No es muy diferente al resto?
—Sí, pero lo que predica es lo mismo que en todos lados —su tono de voz se vuelve cortante—. Creer en alguien que supuestamente es omnipotente, omnisciente y omnipresente, pero después siguen habiendo guerras, personas que hacen atrocidades o enfermedades que destrozan familias, por no hablar de la corrupción de la iglesia y de los putos viola niños. Esta es la misma mierda que todas pero pintada con purpurina —se levanta del banco hastiado y se aleja saliendo de la iglesia. Dejando una extraña aura de tristeza tras de sí.
No replico nada porque para mi tiene toda la razón, aunque entiendo que las personas necesiten creer en algo. Reconozco que yo he llegado a rezar buscando un milagro, aún siendo atea. A veces te aferras a lo que sea para que tu dolor se vaya.
Considero que he tenido siempre una vida muy sencilla. Padres buenos, he estudiado lo que he querido, una adolescencia normal... pero cuando Héctor me dejó, a veces me dolía tanto el corazón que suplicaba a Dios que me ayudase. Quizá sea algo exagerado, pero en ese momento dolía demasiado y el fue mi primer amor.
Asumo que en la adolescencia todos somos unos dramáticos.
Suspiro antes de levantarme y salir de aquí.
No veo a Héctor por ningún lado. Saco el móvil y veo un mensaje suyo. Se fue a dar una vuelta, así que yo hago lo mismo.
Por la mañana dimos un paseo por el centro de la ciudad, grabando sus calles de aspecto rococó, visitando varios museos gratuitos que nos llevó varias horas.
Antes de acabar en esta iglesia perdida cerca de la playa, fuimos a dar un paseo por la zona costera. Estuvimos un rato en la orilla, pero se sentía demasiado familiar e incómodo al mismo tiempo. Tenemos demasiados recuerdos en la playa.
Me vuelvo al centro comercial al aire libre para buscar un regalo. Mañana es Navidad, por lo que me gustaría comprarle un regalo. Ha dejado a su familia por acompañarme a este viaje.
El llavero se lo iba a dar igualmente, pero me apetece algo más, un pequeño detalle insignificante para tapar la historia del llavero. Una historia de amor a la que necesito quitarle importancia.
Paso por varias tiendas hasta encontrar una que me encanta, llena de pequeñas figuritas, llaveros, imanes y demás cosas de regalo. Me llama la atención unos marcapáginas holográficos, en sí uno rosas rosas y blancas junto a una calavera. Lejos de parecer deprimente es precioso, y cuando lo mueves las rosas pasan de estar marchitas a estar de colores vivos preciosos. Me recuerda a él. Tan sombrío y distante, pero en el fondo lleno de vida, o al menos así lo recuerdo yo. Nunca sabré que Héctor es el verdadero.
También cojo una camiseta con un estampado ridículo que pone "No soy un completo inútil. Al menos sirvo de mal ejemplo". Me río solo de mirarla. Un día me prometí que le regalaría una camiseta. Ese día ha llegado.
Pido que me lo envuelvan para regalo y salgo de tienda con nervios en la boca del estómago. Ni tan siquiera hemos hablado de que la noche buena y la navidad vamos a pasarla juntos.
Quizá sea ridículo que le dé algo, por muy tontería que sea.
Madre mía... ¿puedo dejar de preocuparme por ESTUPIDECES?
Hago una breve parada para volver a felicitar a mis padres y hablar un rato con ellos. Después, llamo a Bea por segunda vez en el día.
Por lo visto Luis no le ha mandado ningún mensaje para felicitarle las fiestas. Yo la animo para que lo haga ella, pero su orgullo herido es demasiado grande, cosa que no juzgo porque yo era incluso peor.
Cuelgo el teléfono volviendo a repetir cuanto la quiero. Es sorprendente últimamente como se me está quitando el miedo a decir "te quiero". Bea hace que todo sea sumamente fácil.
Finalmente llamo a Carlos.
—¡Ey Mayo! —su voz risueña me saca una sonrisa.
—¿Qué tal Charlie?
—Bueno... digamos que estoy un poco...
—¿Es tu novia? —se escucha al otro lado de la línea.
Hay unos ruidos raros que hacen que me separe un poco el móvil del oído y me sorprendo al escuchar una voz femenina.
—Hoolaaa. ¿Eres la famosa Abril? —una voz más joven que yo y risueña suena.
—¡Carla! ¡Devuélveme mi móvil! —suena Carlos a la lejanía.
Un sonido de puerta cerrándose y alguien al otro lado aporreando.
—Soy Carla, la hermana de Carlos —se ríe mientras le grita a él que pare de formar escándalo.
—Eh... sí, soy Abril —trato de ocultar lo incómoda que me siento.
Ha insinuado que soy su novia. No somos nada. ¿Proyecto de algo? Quizá, pero pareja definitivamente no. Solo de pensar a volver engancharme de alguien hace que sienta náuseas.
Ni tan siquiera somos un rollo. Ahora mismo él podría acostarse con quien sea, al igual que yo.
Mierda... realmente no hemos dejado claro nada. No hemos hablado de ninguna clase de límites.
—¡No sabes la turra que nos ha metido mi hermano! Abril esto, Abril lo otro... ¡Es una tortura! —se ríe.
—¡Vaya! Siento mucho que mi existencia os esté fastidiando las vacaciones —trato de seguir la broma.
—Bueno querida Abril, un placer, te dejo porque mi hermano está a punto de tirar la puerta al suelo. Como debo comportarme como una hermanita protectora... Como le hagas daño a mi hermano te mato —lo dice de broma, pero hace que me cueste trabajo tragar.
De nuevo más golpes y otro sonido que hace que me aleje el móvil.
—¡Abril! Olvida todo lo que te haya dicho. Dios, perdona —se escucha como cierra una puerta.
—No, hombre, tu hermana ha sido adorable. Solo me ha amenazado de muerte —me río.
—Madre mía... Ignórala, tiene quince y está en plena edad del pavo —intenta quitarle hierro al asunto.
—O sea, Carlos y Carla...—trato de contener la risa.
—Lo sé. Mis padres se lucieron —se ríe.
Hablamos durante unos diez minutos, hasta que recibo un mensaje de Héctor.
—Me da un poco de pena que estés sola en estas fechas. Me encantaría haber podido ir contigo —su voz suena cariñosa.
—No te preocupes, estoy acostumbrada a pasar mucho tiempo sola, además... Entre nuestras llamadas y con Bea, me siento muy acompañada —me muerdo el labio. No me gusta mentirle, pero últimamente es lo único que hago.
—Te... Te echo de menos —dice carraspeando.
Me da un poco de vértigo que me diga esto.
—Y yo... —reconozco, aunque no pienso en él tanto como debería.
—Bien, bien... Eso es agradable —no lo veo, pero sé que clase de sonrisa está poniendo en este instante.
Nos despedimos y vuelvo hacia la iglesia. Ojalá pudiese enamorarme de Carlos. Sé que él no me haría daño.

Ex, vecinos y otros desastres naturalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora