10 SEPTIEMBRE, 1952

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Akela Clark

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Akela Clark

Alguna vez escuché por ahí, que no hay peor prisión que la que uno se inventa a sí mismo, que los peores barrotes son los mentales. Pero seré yo la que lo diga: es una jalada de babas. La persona que creo la expresión, nunca ha de haber ido a la cárcel.

Yo sí.

Iba camino a la peor de todas.

Solo recordaba como la sangre corrió por mis manos, no era consciente de lo que había hecho.

Porque lo había hecho.

Dios mío, lo había hecho.

Recordarlo me estrujaba el pecho, pero me formaba una sonrisa en el rostro. Recordarlo me gustaba, como una verdadera demente.

Miré atónita todo, es decir, sabía lo que había hecho, y no me arrepentía, pero era inevitable sentir una sorpresa que me formaba un nudo en el estómago.

Mis ojos la miraron, tirada en el suelo, ya sin pulso, mirándome con los ojos ya sin vida.

Una lágrima cayó por mis ojos, hice solo lo que tenía que hacer. Hice solo lo que necesitaba hacer. Era una especie de justicia divina, una que yo había decidido tomar.

Una que había querido tomar.

Y ahí estaba ella. Muerta. Yo pronto lo estaría, pero había valido cada segundo de la historia, cada minúsculo detalle parecía estar escrito en un papel que yo no dejaba de leer una y otra y otra vez, recordándolo todo con una claridad casi siniestra.

Me repetía que era su culpa. Ella me había delatado. Ella era la culpable de que ahora estuviera camino a Alcatraz.

Pensé en todo, pensé en nada, como si quisiera pensarlo pero mi mente divagara para evitarlo. El dolor en el pecho me ardía, mil fantasmas bailaban a mi alrededor, observando la masacre que había provocado, saliendo del cuerpo que había asesinado.

«—Son alucinaciones —me dije, con la esperanza de que lo fueran —No son reales.»

Algo me despertó, una sensación fría me invadió, abrí los ojos y sentí el agua escurrir en todo mi cuerpo. Miré al coronel enfrente de mí, pero tuve que acercarme las manos a los ojos, secarme, evitar cerrarlos.

—Clark —comenzó, pero no contesté, me limité a observarlo. —Mañana estarás junto al fantasma de tu padre.

Solo apreté los dientes, me había soltado agua caliente, no era para quitarme las esposas de las manos, y en ese momento, también hacía chistes sobre mi muerto padre.

No podía juzgarlo, padre e hija habíamos salido igual, ambos enfermos, ambos locos, y ambos, moriríamos en Alcatraz.

Cerré los ojos, oí la puerta cerrarse y quise solo preguntar dónde estaba... pero no lo haría. La voz era el único recurso que manejaba por completo, y usaría ese instrumento con sabiduría.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora