22 SEPTIEMBRE, 1952

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Akela Clark

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Akela Clark

Aquella noche ya con todas las luces apagadas, me dediqué a observar el techo, las paredes, todo estaba oscuro, pero hacerlo me hacía sentir menos tonta, menos loca.

Porque la escuchaba hablarme, la escuchaba decirme cosas con el afán de hacer que el interruptor de locura se oprimiera.

Recordaba a papá, recordaba la última vez que lo había visto, solo unos pocos años, menos de dos. Recordaba haber llegado a Alcatraz, y recordaba la manera como lo vi, pensado que en verdad Alcatraz lo estaba enloqueciendo. Se veía... Se veía muy mal, desde aquel momento parecía estar al borde de la muerte.

En aquel momento pensé que tal vez todos tenían la razón, que tal vez mi papá estaba muy equivocado: Alcatraz era impenetrable. Siempre lo había sido, siempre lo sería.

En aquel momento, ese pensamiento me carcomió.

Había vuelto al año siguiente, pero no había servido de nada, no me habían dejado verlo, y al siguiente año me habían anunciaron su muerte.

Y en ese momento, estaba en la celda, en la misma cárcel donde él había vivido pocos años antes, y me estaba esperando destino parecido al de él.

Aproveché cada segundo de toda la bendita noche, inspeccione todo, pasé de un lado a otro por la celda, pensé en qué es lo que hubiera hecho papá, es decir, nunca había escapado, pero ¿Habría estado cerca?

No dormí, no era completamente consciente del tiempo, solo era consciente de que esa noche ella no se fue, me observó con el hacha en la cabeza y yo consciente de que era solo mi mente jugándome una mala broma es que intenté ignorarla.

Los oficiales soltaban gritos que me hicieron levantarme de una manera abrupta, teniendo que sujetarme del piso para no desparramarme en el suelo.

Pasé mis manos por mi rostro y me levanté como pude. Tomé la blusa azul y la abotoné sobre la camiseta. Park me miró desde el otro lado del pasillo, le dirigí una fulminante mirada y él sonrió con burla.

Me terminé de abotonar la camisa y me quedé a la espera de que comenzaran el conteo. Un ruido metálico se escuchó, las celdas quedaron abiertas.

Llegué hasta la fila de comer, me fui a la mesa de siempre, supe que mis pasos eran pesados y que uno que otro preso se me quedaba viendo, pero gracias a Ella sabía ignorar miradas.

Había practicado toda la noche.

—¿Qué te paso? —Alcé la mirada hacía Park, quien tomó asiento frente a mí, dejando su charola frente a la mía y sonriendo con alegría.

—Cállate. —Park se calló y puso un gesto de ofendido tras mis palabras de enojo.

Recordé que papá decía que cuando quería, podía ser muy ruda, que a la gente le podría parecer algo intrigante, pero no necesariamente bueno.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora