25 OCTUBRE, 1952

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Akela Clark

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Akela Clark

Me dieron otro de los calmantes, pero aquella noche no sirvió, me quede despierta toda la noche, sentía la droga del somnífero en mi cuerpo, intentando dormirme, pero no sirvió.

Miraba el techo oscuro, sentía un frio que la cobija no parecía amortiguar, cerraba nos ojos, pero el recuerdo del día llegaba a mi mente, la sangre llegaba a mi mente y me nublaba el juicio.

Recordaba el hacha, su filo y la manera en la que parecía hablarme en un idioma desconocido, recordaba la sangre, sangre que corría por el suelo, que resbalaba del arma, que parecía reclamarme.

Los días siguientes todo estuvo normal, todo fluyo con calma, los que venían a cortarse el cabello me decían que el hombre que antes había intentado huir había sido capturado y llevado al bloque D, al hoyo.

El hoyo era lo peor de lo peor. El hoyo era el lugar donde o mueres o vives. Papá había vivido, él había vivido meses ahí, casi dos años.

Pero todo tiene fecha de caducidad, su cordura la tenía y, dos años sin ver la luz o poder sentarte en otro lado que no fuera el piso, volvería demente a cualquiera, a todos. Sin excepción.

Pensaba en papá seguido. En Morgan Clark. A veces con cariño, a veces con odio. Era como si cada cosa que él me hubiera enseñado, cada pequeño detalle, comenzara a tomar sentido y relevancia una vez que estuve detrás de los barrotes.

Me senté en el escalón más alto y aprecié tanto como pude el horizonte, buscando con la mirada la bahía de San Francisco, Park no tardó en llegar, ni siquiera se despidió de sus amigos, solo vi cómo se alejaba de ellos y comenzaba a caminar hacia mí.

Rodé los ojos al ver su enorme sonrisa, parecía más animado que de costumbre, y era muy molesto.

Llevaba la mañana sombría pensando en papá y en el encierro, y el solo pretendía contagiarme de su buen humor, había llegado a mi lado con las manos en sus bolsillos y se sentó a mi lado, yo lo miraba, pero deje de hacerlo.

—¿Y? —dijo —¿Podemos hablar de otra cosa aparte de lo de siempre? —lo miré y le fruncí el ceño.

—¿Qué es lo de siempre según tu?

—Ya sabes. Tu siendo sarcástica y yo no siéndolo.

Rodé los ojos, pero oculté una sonrisa.

—Bien. —Me molestan darle la razón, más cuando no la tenía. —Entonces ¿De qué quieres hablar?

Él se quedó callado unos segundos, con los labios escondidos y la mirada tranquila, casi pensativa. Yo lo miraba con falsa intriga, mordía el interior de mi mejilla para no soltar una carcajada.

—Pues hay muchos temas —dijo, pero supe que, en realidad, lo decía porque no podía nombrarme ninguno —Uno debería de quedarnos.

Me encogí de hombros.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora