19 SEPTIEMBRE, 1952

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Park Fawcett

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Park Fawcett.

No se fija mucho en mí y eso no es algo raro, simplemente no se fija en nadie.

Siempre que camina parece observarnos a todos como si fuéramos gusanos a su lado. Aun cuándo, probablemente lo fuéramos a comparación suya.

Hizo lo que Alcatraz provoca en quien la habita: dejar que te venza. Te adaptas cuando te das cuenta de que no hay escape, que sus muros son impenetrables, que no hay salida y jamás la habrá.

Si ella en realidad es la hija de Clark, entonces simplemente va a tener que acostumbrarse a estar encerrada. Si tiene cadena perpetua puede que muera como su padre.

Pero parece que lo acepta.

Todo el mundo siempre la observa, no pierden la oportunidad de hacerlo. En realidad, miran a las doce mujeres, juzgando y acomodándolas, viendo quien era la más guapa, quien era la más joven y quien la más adulta. Ella parece ya estarse acostumbrando, simplemente hace lo que le toca, se levanta en las mañanas y trabaja en lo que sea que le haya tocado trabajar.

Toda la semana me había debatido, pensando si en serio quería acercarme a la hija de un demente, si en verdad tenía sentido enfrentarme a algo a lo que no había necesidad.

Pasó el desayuno, los chicos me daban aliento, diciéndome cosas como que en realidad, no me iba a casar con ella y todas esas tonterías de vive el momento.

Así que, gracias a que era un día soleado salimos al patio, pero en vez de irme con los chicos a jugar softball, es que decido buscarla con la mirada.

Akela se encontraba en el escalón más alto del patio, sus brazos apoyados en sus rodillas, su nariz y mejillas se pintaba de color rosa, y sus ojos, enfocan al océano que se veía más allá del muro, al Golden Gate que siempre se alzaba sobre lejos de la cárcel, que hacía parecer que San Francisco estaba a muy pocos metros.

—Recuerda, nada de preguntar que hace aquí, porque llego, ni porque es mujer —dijo Gerald masajeando mis hombros como si fuera a subirme al ring de pelea.

—Sí, sí, ya entendí, con diez veces es más que suficiente.

—Suerte, campeón

Akela Clark

—Hola. —Cuando volteé a verlo me di cuenta de que era Park, el tipo al que claramente creí haber alejado diciéndole mi apellido.

Ya había hecho lo mismo con otros cuatro insistentes y molestos tipos.

Una cosa era cierta: su persistencia era digna de admirar.

Llegó a mi lado y se puso en el mismo escalón que yo, dirigiendo su mirada hacia San Francisco con calma y paz, me preguntaba a mí misma que pensaba al hacerlo, que pensaba alguien aparte mío al mirar al mar, incluso sentí curiosidad por saber qué hacia él allí, es decir, no tenía el arquetipo de criminal merecedor de Alcatraz.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora