3 DICIEMBRE, 1952

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Akela Clark

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Akela Clark

Conforme pasaba el tiempo, me iba acostumbrando más a Park y no me gustaba eso. En algún punto yo me iría, al menos lo intentaría o moriría en el intento y Park no, él no vendría conmigo.

Me levanté y acomodé frente a las rejas, me abotonaba la blusa, pero sentí una poca de tierra en mis manos, como si una capa las volviera rasposas y sucias.

Me acerqué al lavabo y comencé a mojar un poco mis manos. Sentía tierra sucia correr y parecía que por más que lavaba, más se ensuciaban.

Sabía que era solo una alucinación, pero no pude evitar que la parte más maniaca de mí, me dijera que les quitara toda la mugre. Me quedé viendo el agua que salía limpia, alcé la vista de esta y la enfoqué en mi reflejo en el espejo.

Observé mi reflejo unos segundos; en mi mente solo pasaba la idea de que me había estado tomando bien las pastillas, los guardias me las daban con regularidad.

No debería de estar viendo cosas donde no las había.

En ese momento, analizando mil cosas a la vez y pensando en lo que no debería de ser, escuché detrás de mí una respiración. Una respiración dentro de la celda. Fruncí el ceño, decidí mirar directo al espejo, no apunté a mí, sino a lo que había a mis lados.

Fue ahí cuando la pude ver.

Era una locura, lo sabía, pero ahí se asomaba una mujer, morena y con un hacha clavada en el cráneo.

Me le quedé viendo unos segundos, su mirada era tétrica, era oscura, parecía gritarme algo o reclamarme algo, había odio en toda su expresión, su sonrisa era lúgubre, parecía una psicópata, pues todo su cuerpo tenía sangre, chorreaba desde su cráneo hasta sus manos, pintaba su rostro de rojo y su ropa estaba rota, roja y sucia.

No podía apartar la mirada de su reflejo, parecía que era como una maldición. Me acechaba.

Escuché el martilleo de mi corazón, la presión subió a mis ojos, haciendo que quisiera ponerme a llorar, aunque en realidad, no definiría mi sentir como tristeza. Mis manos temblaban. Mi cuerpo se había detenido. Ella estaba ahí.

Me alejé cuando las rejas comenzaron a abrirse, sequé mis manos sacudiéndolas en la ropa y aunque sabía que ella no se había ido, sabía que no me haría daño.

El desayuno ese día no era la gran cosa, y en realidad, no me podía concentrar en la comida, el corazón me impedía oír lo que me ocurría. Cuando Park chasqueó sus dedos en mi rostro es que despegué mi mirada de ella, la dirigí a él.

—¿Piensas matarme? —gruñí, tomé la cuchara entré mis manos y la aprete de manera casi inconsciente.

—Pues, es que estas en la lela.

Rodé los ojos, tomé un pedazo de la comida y evité alzar la vista.

Podía sentir como Park me volteaba a ver seguido, pero no quería alzar la mirada, eso significaría volver a verla.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora