8 OCTUBRE, 1952

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Akela Clark

Miraba el horizonte, me hubiese gustado verlo entero, pero los barrotes de la prisión lo impedían.

Cuando había llegado sólo había estado papaloteando en el taller de costura, pero después de que vieron que la confección y yo éramos enemigas, es que decidieron asignarme un trabajo nuevo.

No sé si había sido la mejor oportunidad darme unas tijeras, pero ahora trabajaba en la barbería de Alcatraz, era la encargada de medio arreglar las feas greñas de los presos.

En sí, el trabajo era fácil, solo tenía que fingir que sabía cortar cabello y los presos se creían que era un corte moderno y bien hecho.

Esto había servido para darme una idea de cómo eran los presos, todos eran locos que pensaban que en serio estaban arrepentidos de sus crímenes, y todavía peor, pensaban que algún día en serio podrían salir de allí como ciudadanos honestos.

Ya lo había decidido, lo había decidido pocos días antes: la cotidianidad no era para mí, y no era algo que creía ser capaz de disfrutar. No de manera perpetua. Así que, apenas se presentara la oportunidad, no lo iba a dudar dos veces e intentaría escapar.

Escapar o morir. Las dos opciones eran igual de buenas y malas, pensaba someterme a los peligros que huir conllevaría. No sabía cómo salir. Nadie sabía cómo salir. Ni siquiera papá había logrado su tan ansiado escape.

Pero yo tenía que encontrar una manera. Quería hacerlo, porque, de vivir encerrada, prefería morir.

Ambas opciones eran iguales.

Quedarse o morir. Prefería morir a quedarme.

En aquel momento, despuntaba a una de las chicas. En realidad, poco había convivido con ellas, todas parecían estar sumergidas en sus propias desgracias.

Se llamaba Celeste y era puertorriqueña, no me dijo que cometió, pero tenía una enorme cicatriz por su rostro, su piel era oscura por completo, su voz era aguda pero rasposa, y su acento, hacía que casi no le entendiera nada.

Llegó la hora de comer, y gracias a mi trabajo, fui de las primeras en llegar a la cafetería, Park y los de carpintería todavía no llegaban, así que no lo pensé mucho y me fui con Celeste.

Ella se juntaba con otra de las chicas, la que según yo captaba, era la más joven de la tanda de mujeres que habían entrado, tenía dos años menos que yo y hablaba bastante.

Era una psicópata. Lo supe con solo verla, con solo percatarme de como caía su mirada sobre cada una de las personas en el cuarto.

—¿Y tú? ¿Cómo te llamas? —La miré, ella me miro, su sonrisa era casi tétrica, pero sus ojos denotaban algo parecido a la honestidad.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora