30 JULIO, 1949

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Conducían por una carretera a las afueras de Nuevo Orleans, no llevaban más de tres horas de trayecto, pero a Park ya le había comenzado a doler el coxis

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Conducían por una carretera a las afueras de Nuevo Orleans, no llevaban más de tres horas de trayecto, pero a Park ya le había comenzado a doler el coxis.

La encomienda de Cat era simple, llevar un cargamento de droga a Georgia, al menos eso le había dicho ella, Park en realidad, siempre se culparía de no haber preguntado con más ahínco, de no haber insistido, porque de saber qué cargamento llevaba, se hubiese negado.

Si se hubiese negado la historia hubiera sido muy diferente.

Pero no. Él aceptó, el decidió que no era tan peligroso, por lo que ya se encontraban camino a Georgia, con el radio prendido y una incómoda tensión entre ambos.

Viajaron con la luz del día, en un carro color rojo que Park estaba seguro, no le pertenecía ni a Cat ni a su novio maloliente, pues, aunque no era la gran maravilla, ni era precisamente nuevo, si era mucho más de lo que ellos se podían dar el lujo de tener.

Y sin embargo, él no dijo nada, decidió que, si quería terminar con aquello, primero tenía que empezarlo, así que se subió mientras Cat conducía a un destino que Park no conocía: nunca había estado en Georgia, la simple idea le volaba los sesos, le emocionaba, hacía que su corazón latiera.

Era vivir esa historia que siempre se imaginó tener. Tal vez sería el protagonista de algún drama donde él llega a una nueva ciudad y por accidente del destino termina chocando con alguna chica guapa y de buen corazón.

Miró a Cat conducir, escuchaba la radio, intentaba leer los mapas tanto como podía, en sí, se estaba divirtiendo.

El problema les llegó cuando cayó la noche.

Cuando las máscaras que el sol oculta se vuelven oscuras y dejan ver las verdaderas intenciones que se ocultan tras un recuerdo.

Cuando se detuvieron frente a una tienda. Una de esas tienditas donde solo comprarían unos chuches y se irían, su última parada antes de llegar al estado de Georgia.

Estaban a muy pocas horas de llegar a su destino.

La tienda no era muy grande, vendía todo tipo de porquerías, un cartelito pintado de manera desigual lo anunciaba, un toldo amarillo lo hacía visible a mitad de la noche, una gasolinera a pocos kilómetros hacía que la gente se diera cuenta que ese lugar, siquiera existía.

El carro que Cat tenía era (más de lo que podía comprar), de los viejos, de esos que no arrancaban con facilidad (que de hecho ni arrancaban del todo) de esos en los que se iba lento e incómodo, donde se encerraba el calor y las tensiones.

Por lo que cuando Cat se bajó a comprar suplementos, Park no aguantó con el olor a encierro que había en el carro y salió de este, sintiendo el aire fresco, el viento golpear sus mejillas y despeinarle el cabello y de nuevo se sintió como protagonista de película.

Pensaba que ¿por qué tendría que regresar? Pensaba en ¿qué tal si se quedaba ahí y vivía una vida que el decidiera tener? ¿Era acaso una idea imposible? porque en realidad, a Park le parecía cada vez más una realidad que una simple ilusión.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora