13 DICIEMBRE 1938

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La escuela no es el lugar favorito de ningún niño, pero para Akela era una cárcel infantil, no porque odiara estudiar, esa era la única gran parte de ir

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La escuela no es el lugar favorito de ningún niño, pero para Akela era una cárcel infantil, no porque odiara estudiar, esa era la única gran parte de ir. No. Lo que en realidad odiaba era que tenía que convivir con gente.

Le gustaba aprender, odiaba la tarea y los exámenes, a su parecer, ambos le quitaban la magia, pero sus compañeros, niños de once años que la miraban como si fuera una tonta: ellos eran la verdadera razón por la que Akela odiara la escuela.

La miraban, la juzgaban. No perdían la oportunidad de reírse de ella cuando pensaban que no los escuchaba. En realidad, ella no los culpaba, hacía cosa de dos meses le había dado un ataque de demencia y pánico que la había asustado a ella y a todo el mundo.

A ojos de los demás, era hija de un loco y ella estaba loca.

A ojos de todo el mundo, ella estaba ahí por error, en cualquier momento volvería a cometer una locura y la sacarían de ahí. Igual que como habían hecho cuando tenía seis años y había provocado un pequeño accidente al director.

Ella iba y venía, leía y tomaba apuntes, alzaba la mano cuando quería saber algo y se quedaba horas extras a hablar con los profesores.

Esa justa mañana caminaba, había pasado solo un año, el primer año del duelo, pero recordar lo que había pasado ese mero día le rompía el corazón, la hacía recordar que ya jamás vería a su padre.

Y ella lo amaba.

«¿Por qué amar lo que nos hizo daño? —decía su piscología.»

Ella normalmente se quedaba callada, como si le pretendiera decir a la psicóloga que tenía razón, que estaba de acuerdo con ella, pero en realidad no lo estaba

«Él nunca me hizo daño —le gritaba en su mente.»

Siempre tenía la esperanza de que la psicóloga la entendiera, pero daba igual la manera en la que lo hiciese, la psicóloga no la escuchaba y Akela no era suficientemente valiente como para decirlo en voz alta.

Hace un año se lo habían llevado de su lado, hace un año lo había dejado de ver por completo.

—No sé... dicen que hoy arrestaron a su papá.

—Imagínense —contestaba uno.

—Por eso ha de estar enferma —decía otra.

Uno reía.

—¡Exacto! —decía sin miedo a ser escuchado.

—Esta descompuesta. —El que habló se encogía de hombros.

Uno reía.

—Como la falla de San Andrés.

Akela rodó los ojos, literalmente la maestra se los había enseñado el día anterior.

—Ándale. Una falla.

Eran en total seis niños, quienes en una bolita centrada en uno de los pupitres centrales del salón la observaban, subían la mirada y la enfocaban en ella, luego la regresaban, ella fingía estar leyendo y fingía no darse cuenta de cómo ya habían comenzado a decir todas las tonterías que se les ocurrían.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora