15 FEBRERO, 1953

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Park Fawcett

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Park Fawcett.


Fruncí el ceño, pero aunque por el gesto de Akela, vi que no se lo creía, decidí seguirla.

La iglesia de Alcatraz era el único de la cárcel que desconocía por completo, no era un lugar muy popular y tampoco era muy concurrido, como si solo la minoría fuera.

Aun así, Carl iba, él era el único creyente de mi grupo de amigos y por ende el único al que en realidad le interesaba ir, luego me platicaba de su fe y cosas que a mí me parecían tontas y sin explicación alguna, pero nunca le rebatía nada.

Aunque sabía que Morgan Clark era creyente, desconocía que su hija también lo era, por lo que cuando de la nada me dijo en la cena que al día siguiente pensaba ir a la misa, yo me descoloqué bastante.

Ella me había rodado los ojos con burla y había seguido comiendo.

—¿Crees en Dios?

—No sé porque te sorprende —dijo con gracia y a la vez, con una pizca de hartazgo en la voz.

Así que la mañana siguiente, en vez de haber podido salir al patio y estar acaramelados como siempre, o platicar y ver algún partido de softball, ella fue a la iglesia y yo fui detrás de ella.

No era creyente, nadie en mi casa lo era, nunca me había interesado, de hecho, recuerdo perfectamente que cuando tenía diez años, la maestra al ver mis trazos chuecos había exclamado un “oh, por Dios”, y yo le había preguntado quien era ese.

Pero Akela sí creía en Dios, me lo comprobó porque apenas entramos a la iglesia ya se andaba persignando y susurrando alguna oración que desconocía.

Como era de esperar, el lugar estaba casi vacío, Carl había decidido no asistir (en realidad no me había dicho porque) y contándonos a Akela y a mí, apenas eran doce presos los qie se hallaban dentro, lo cual me era raro, pues siempre había más gente que había decidido perder o el desayuno o un rato de su día para asistir a misa.

Akela se sentó hasta el último de los banquillos y yo, cual perrito faldero, la seguí. Ella se sentó y me miró unos segundos con algo que no fui capaz de entender.

—Tu no crees ¿correcto?

—Nop. No creo. —Ella rodó los ojos separando su mirada de la mía. —¿Cómo lo sabes?

—No te persignar ni haces el mínimo gesto de respeto —susurró.

Yo sonreí, ocultando una risa.

—Dramática. —Ella me volteó a ver con burla y regresó la mirada a la cumbre de la iglesia, al centro, a donde un cristo parecía juzgar a todos con su mirada, con algunas frases románticas de la religión que no me interesaron mucho, una era algo del tipo, "soy tu madre", o algo que no terminé de entender por todavía no tener manejado el leer.

Los amantes de Alcatraz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora