30. El Amor es el acto más grande de Violencia

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Tras otro par de días en el hospital, finalmente me habían dado de alta. Tendría que volver en una semana para quitarme las suturas, pero al menos ya no tenía que seguir comiendo comida desabrida de hospital; y con la racha que había estado teniendo, aquella tontería por si sola era algo por lo que estar agradecida.

Matt había sido el encargado de llevarme a casa. Había querido llevarme a la casa Salvatore para que no estuviera sola... pero yo no estaba lista para ver a Stefan. De hecho, no había ido a visitarme más, por mi propia petición. Cuando Caroline me había visitado el día anterior, se había asegurado de dejarme saber que aquello lo estaba matando, pero yo la había ignorado y había limitado la conversación al estado de Elena, que aún seguía inconsciente.

Así que Matt había tenido que llevarme a la mansión Mikaelson, cuando le aseguré que el personal de la casa podría cuidar de mí sin mayor problema. Pasando un brazo sobre su hombro, me había ayudado a entrar en la mansión y me había guiado escaleras arriba, hacia la habitación que solía compartir con Klaus. Me tendió en la cama, se aseguró de dejar sobre la mesita una botella de agua y todas las pastillas que debía tomar y se despidió, prometiendo que pasaría por mi al terminar su turno en el Grill para el entierro de Nadia. Así que tomé un somnífero y me sumergí en la nada.


Un par de horas más tarde me despertó el sonido de utensilios de cocina cayendo estrepitosamente en el suelo. Me había despertado de un brinco y del disgusto las piernas me habían quedado temblando, además de que parecía que el corazón iba a salírseme por la boca. Probablemente el personal ya había llegado, así que decidí bajar. Estaba hambrienta.

Con mucho cuidado bajé de la cama y con más cuidado las escaleras. Tenía que dar pasos cortos y lentos para no agitarme y cuidar la respiración, y también para evitar que las suturas se abrieran. Odiaba toda aquella situación, aunque había algo intrigante en aun tener primeras veces, habiendo vivido cientos de años. Suponía que era cierto aquello de que siempre había una primera vez para todo. Finalmente, en la planta baja, arrastré los pies hasta la cocina.

Cuando llegué ahí no pude evitar sorprenderme.

Terminando de recoger utensilios del suelo, estaba Klaus. Cuando se incorporó y colocó los últimos sartenes en la alacena, se volvió hacia mí con una sonrisa torcida en los labios. Se veía bien, sano. Nada que ver con el hombre pálido y en sufrimiento que me había visto forzada a dejar en New Orleans. Sin que pudiera evitarlo, los ojos se me anegaron en lágrimas.

- Supongo que hacer lasaña no es tan sencillo como lo hacen parecer. – hizo un mohín y se rascó la cabeza. – Hola. – saludó volviendo a sonreír.

- Hola. – solté sin aliento y una sonrisa temblorosa se abrió paso entre mis labios. - ¿Qué estás haciendo aquí? – quise saber. No había podido hablar con él aun y aquello me había resultado angustiante, así que verle ahí, de pie frente a mí, sano y salvo... era un alivio.

- Un pajarito me contó que casi moriste. – agregó entornando los ojos como si no fuese gran cosa, pero en el tono de su voz había un reclamo implícito y un nudo de garganta. Stefan; estaba segura. – Así que me pareció lo más apropiado. – se encogió de hombros.

- Pero tú estabas mal cuando... te dejé. Yo no... - tartamudeé sin saber que decir.

- Siempre correré hacia ti, incluso si es con mi último aliento. – respondió y algo en la forma en que me miró, hizo que un escalofrío me recorriera.

Esbocé una sonrisa y sin esperar otro segundo, Klaus dio tres o cuatro zancadas que acortaron nuestra distancia y sujetando mi rostro entre sus manos con delicadeza, me besó. Fue un beso profundo pero suave y yo utilice el brazo derecho para estrecharlo con añoranza.

Alexandra Petrova: Fin del CaminoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora