acto. Lo cual, probablemente sería lo mejor que me podría pasar. Si no fuese
por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese marchado. Hubiera ido a ver el
director y le habría dicho todo lo que pienso. Se caería de la mesa, ésa sobre la
que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como es
sordo, han de acercársele mucho. Pero todavía no he perdido la esperanza. En
cuanto haya reunido la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis padres
–unos cinco o seis años todavía–, me va a oír. Bueno; pero, por ahora, lo que
tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco.
Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl.
-¡Dios mío! -exclamó para sí.
Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían avanzando
tranquilamente. En realidad, ya eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no
había sonado el despertador? Desde la cama se veía que estaba puesto a las
cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero ¿era posible seguir durmiendo
a pesar de aquel sonido que hacía estremecer hasta los muebles? Su sueño no
había sido tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber dormido al final más
profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las siete;
para cogerlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún
empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque
alcanzase el tren, no evitaría reprimenda del amo, pues el mozo del almacén,
que había acudido al tren a las cinco, debía de haber dado ya cuenta de su
falta. El mozo era un esbirro del dueño, sin dignidad ni consideración. Y si
dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy
penoso, despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba
empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el médico
del Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres, respecto a la
holgazanería de Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el dictamen del
doctor, para quien todos los hombres están siempre sanos y sólo padecen de
horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su diagnóstico no habría
sido del todo infundado. Salvo cierta somnolencia, fuera de lugar después de
tan prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien, además de muy
hambriento.
Mientras pensaba atropelladamente, sin decidirse a levantarse, y justo en el
momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la
puerta que estaba junto a la cabecera de la cama.
-Gregorio –dijo la voz de su madre–, son las siete menos cuarto. ¿No tenías
que ir de viaje?
¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya propia,
que era la de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el
cual las palabras, al principio claras, se confundían luego y sonaban de forma
