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Pro si la hermana, extenuada por el trabajo, estaba cansada de cuidar a


Gregorio, no tenía por qué reemplazarla la madre, ni Gregorio tenía por qué


sentirse abandonado: para eso estaba la asistenta. Aquella viuda entrada en


años, a quien su huesuda constitución debía de haber permitido resistir las


mayores amarguras a lo largo de su vida, no sentía hacia Gregorio ninguna


repulsión. Sin que ello pudiera achacarse a la curiosidad, abrió un día la puerta


del cuarto de Gregorio, que en su sorpresa, y aunque nadie le perseguía,


comenzó a correr de un lado para otro; sin embargo, la mujer permaneció


inmutable, con las manos cruzadas sobre el vientre.


Desde entonces, cada mañana y cada tarde entreabría furtivamente la


puerta para contemplar a Gregorio. Al principio, incluso le llamaba, con


palabras que sin duda creía cariñosas, como: «¡Ven aquí, bicharraco!».


Gregorio no respondía a estas llamadas: permanecía inmóvil, como si ni


siquiera se hubiese abierto la puerta. ¡Cuánto mejor hubiera sido que se


ordenase a la sirvienta limpiar diariamente su cuarto, en vez de dedicarse a


importunarle inútilmente!


Una mañana temprano -mientras una lluvia que parecía anunciar la


inminente primavera azotaba furiosamente los cristales- la asistenta le


incordió como de costumbre, y Gregorio se irritó de tal manera que se volvió


contra ella, lenta y débilmente, pero en disposición de atacar. Sin embargo, en


vez de asustarse, la mujer alzó en alto una silla que estaba junto a la puerta, y


esperó con la boca abierta de par en par, mostrando a las claras su propósito de


no cerrarla hasta no haber desgarrado sobre la espalda de Gregorio la silla que


blandía.


-No vienes, ¿eh? -dijo al ver que Gregorio retrocedía. Y tranquilamente


volvió a colocar la silla en el rincón.


Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que le ponían,


tomaba algún bocado, lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre


acababa escupiéndolo. Al principio, pensó que su desgana era efecto de la


melancolía en que le sumía el estado de su habitación; pero se acostumbró


muy pronto al aspecto de ésta. Habían adoptado la costumbre de meter allí las


cosas que estorbaban en otra parte, que por cierto eran muchas, pues uno de


los cuartos de la casa había sido alquilado a tres huéspedes. Eran tres señores


muy formales -los tres llevaban barba, según comprobó Gregorio una vez por


la rendija de la puerta- y cuidaban de que reinase el orden más escrupuloso no


sólo en su habitación, sino en toda la casa, y muy especialmente en la cocina.


No soportaban los trastos inútiles, y mucho menos la suciedad.


Además, habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario, lo cual


hacía innecesario algunos muebles imposibles de vender, pero que la familia


tampoco quería tirar. Y todas esas cosas habían ido a parar al cuarto de

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora