todo el tiempo que duraba la visita.
Un día -ya había transcurrido un mes desde la metamorfosis, así que no
tenía por qué sorprenderse del aspecto de Gregorio- su hermana entró algo
más temprano que de costumbre y se lo encontró mirando inmóvil por la
ventana. No le hubiera extrañado a Gregorio que su hermana no entrase, pues
tal como estaba le impedía abrir la ventana. Pero no sólo no entró, sino que
retrocedió y cerró la puerta rápidamente: quien la hubiera visto reaccionar de
esa forma hubiera creído que Gregorio se disponía a atacarla. Gregorio se
metió inmediatamente debajo del sofá; pero hasta el mediodía no volvió su
hermana, más intranquila que de costumbre. Este incidente le hizo comprender
que su vista seguía resultándole insoportable ala hermana, que sólo gracias a
un esfuerzo de voluntad evitaba echar a correr al divisar la pequeña parte del
cuerpo que sobresalía por debajo del sofá. Con objeto de ahorrarle por
completo su visión, llevó un día sobre su espalda -trabajó para el cual precisó
de cuatro horas- una sábana hasta el sofá, y la puso de modo que le tapara por
completo y que su hermana no pudiese verle por mucho que se agachase.
De no haberle parecido oportuno tal medida, ella misma hubiera quitado la
sábana, pues fácil era comprender que, para Gregorio, el aislarse no era nada
agradable. Pero su hermana dejó la sábana tal como estaba, y Gregorio, al
levantar sigilosamente con la cabeza la punta de ésta, para ver como era
acogida la nueva disposición, creyó adivinar en la joven una mirada de
gratitud.
Durante las dos primeras semanas, sus padres no se decidieron a entrar a
verle. A menudo los oyó alabar la actitud de la hermana, cuando hasta
entonces solían, por el contrario, considerarla poco menos que una inútil. Los
padres solían esperar ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la
arreglaba, y en cuanto salía se hacían contar como estaba el cuarto, qué había
comido Gregorio, cuál había sido su actitud y si daba señales de mejoría.
La madre había querido visitar a Gregorio enseguida, pero el padre y la
hermana la habían hecho desistir con argumentos que Gregorio escuchó con la
mayor atención y aprobó por entero. Más adelante tuvieron que impedírselo
por la fuerza, y cuando exclamaba: «¡Dejadme entrar a ver a Gregorio! ¡Pobre
hijo mío! ¿No comprendéis que necesito verle?», Gregorio pensaba que tal vez
fuera mejor que su madre entrase, no todos lo días, pero sí, por ejemplo, una
vez a la semana: ella era mucho más comprensiva que la hermana, quien, pese
a su indudable valor, al fin y al cabo no era más que una niña, que quizá sólo
por juvenil inconsciencia había podido asumir tan penosa tarea.
No tardó en cumplirse el deseo de Gregorio de ver a su madre. Durante el
día, por consideración a sus padres, no se asomaba a la ventana, y en los dos
metros cuadrados de suelo libre de su habitación casi no podía moverse.
