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tal que uno no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar
una explicación detallada; pero, al oír su propia voz, se limitó a decir:
-Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto.
A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio
no debió notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró.
Pero este breve diálogo reveló que Gregorio, contrariamente a lo que se creía,
estaba todavía en casa. Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la
puerta, llamó:
-¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Qué pasa?
Esperó un momento y volvió a insistir, alzando la voz:
-¡Gregorio!
Mientras tanto, detrás de la otra puerta, la hermana le preguntaba
suavemente:
-Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?
-Ya estoy bien –respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose por
pronunciar con claridad, y hablando con gran lentitud, para disimular el
insólito sonido de su voz. El padre reanudó su desayuno, pero la hermana
siguió susurrando:
-Abre, Gregorio, por favor.
Gregorio no tenía la menor intención de abrir, felicitándose, por el
contrario, de la precaución –contraída en los viajes– de encerrarse en su cuarto
por la noche, aun en su propia casa.
Lo primero que tenía que hacer era levantarse tranquilamente, arreglarse
sin que le molestaran y, sobre todo, desayunar. Sólo después de hecho todo
esto pensaría en lo demás, pues se daba cuenta de que en la cama no podía
pensar con claridad. Recordaba haber sentido en más de una ocasión un vago
malestar en la cama, producido, sin duda, por alguna postura incómoda, la
cual, una vez levantado, se disipaba rápidamente; y tenía curiosidad por ver
desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. En cuanto al cambio
de su voz era simplemente el preludio de un resfriado, enfermedad profesional
del viajante de comercio.
Apartar la colcha era cosa fácil. Le bastaría con arquearse un poco y la
colcha caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria anchura
de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse apoyado en brazos y manos;
pero, en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le
era imposible controlarlas. Y el caso es que quería incorporarse. Se estiraba;
lograba por fin dominar una de sus patas; pero, mientras tanto, las demás

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora