Aquella noche -Gregorio no recordaba haber oído el violín en todo aquel
tiempo- oyó tocar en la cocina. Ya habían acabado los huéspedes de cenar. El
que estaba en medio había sacado un periódico y dado una hoja a cada uno de
los otros dos, y los tres leían y fumaban recostados en sus asientos. Al oír el
violín, se levantaron y, de puntillas, fueron hasta la puerta del recibidor, junto
a la cual permanecieron inmóviles, apretados uno contra otro. Debieron de
oírles desde la cocina, pues el padre preguntó:
-¿A los señores les molesta la música? De ser así, puede cesar al momento.
-Todo lo contrario -aseguró el señor de más autoridad-. ¿No querría la
señorita tocar aquí? Sería mucho más cómodo y agradable.
-¡Claro no faltaba más! -contestó el padre, como si fuese él mismo el
violinista.
Los huéspedes volvieron al comedor y esperaron. Muy pronto llegó el
padre con el atril, luego la madre con las partituras y, por fin, la hermana con
el violín. Grete lo dispuso todo para comenzar a tocar. Mientras, los padres,
que nunca habían tenido habitaciones alquiladas y extremaban la cortesía para
con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propios sillones. El padre
quedó apoyado en la puerta, con la mano derecha metida entre los botones de
la librea cerrada; uno de los huéspedes le ofreció un sillón a la madre, y ésta se
sentó en un rincón apartado, pues no movió el asiento de donde aquel señor lo
había colocado casualmente.
La hermana comenzó a tocar, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio
, seguían todos los movimientos de sus manos. Gregorio, atraído por la
música, se atrevió a avanzar un poco y se encontró con la cabeza en el
comedor. Casi no le sorprendía la escasa consideración que tenía para con los
demás en los últimos tiempos; sin embargo, esa consideración había sido antes
su mayor orgullo. Por otra parte, ahora más que nunca tenía motivo para
ocultarse, pues, debido al estado de su habitación, cualquier movimiento que
hacía levantaba nubes de polvo a su alrededor, y él mismo estaba cubierto de
polvo y llevaba pegados, en el dorso y en los costados, hilachos, pelos y restos
de comida. Su indiferencia hacia todos era mucho mayor que cuando podía,
echado sobre la espalda, restregarse contra la alfombra. A pesar del estado en
que se hallaba, no se avergonzaba lo más mínimo de arrastrarse por el
inmaculado suelo del comedor.
Aunque lo cierto era que nadie se fijaba en él. La familia estaba
completamente absorta por el violín, y los huéspedes, que al principio se
habían colocado, con las manos en los bolsillos del pantalón, cerca del atril
para poder ir leyendo las notas y molestaban seguramente a la hermana, no
tardaron en retirarse hacia la ventana, en donde permanecían cuchicheando
con la cabeza inclinada, observados por el padre, a quien esta actitud