atrás), cuando cayó en cuenta de que todo sería muy sencillo si alguien viniese
en su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada)
bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada
espalda, sacarle de la cama y, agachándose luego con la carga, dejar que se
estirara en el suelo, en donde era de suponer que las patas se mostrarían útiles.
Ahora bien, y prescindiendo del hecho de que las puertas estaban cerradas con
llave, ¿convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su situación, no
pudo por menos de sonreír.
Había adelantado ya tanto, que un solo balanceo, algo más enérgico que
los anteriores, bastaría para hacerle bascular sobre el borde de la cama.
Además pronto no le quedaría más remedio que decidirse, pues sólo faltaban
cinco minutos para las siete y cuarto. En ese momento, llamaron a la puerta
del piso.
«Debe ser alguien del almacén», pensó Gregorio, mientras sus patas se
agitaban cada vez más rápidamente. Por un momento permaneció todo en
silencio. «No abren», pensó entonces, aferrándose a tan descabellada
esperanza. Pero, como no podía por menos de suceder, oyó aproximarse a la
puerta las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se abrió. A Gregorio le bastó
oír la primera palabra del visitante para percatarse de quién era. Era el gerente
en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en la cual la más
mínima ausencia despertaba inmediatamente las más terribles sospechas? ¿Es
que los empleados eran todos unos sinvergüenzas? ¿Es que no podía haber
entre ellos algún hombre de bien que, después de perder un par de horas en la
mañana, se volviese loco de remordimiento y no estuviera en condiciones de
abandonar la cama? ¿Es que no bastaba con mandar a un chico a preguntar
(suponiendo que tuviese fundamento esa manía de averiguar), sino que tenía
que venir el mismísimo gerente a enterar a una inocente familia de que sólo él
tenía autoridad para intervenir en la investigación de tan grave asunto? Y
Gregorio, excitado por estos pensamientos más que decidido a ello, se tiró
violentamente de la cama. Se oyó un golpe sordo, pero no demasiado. La
alfombra amortiguó la caída; la espalda tenía mayor elasticidad de lo que
Gregorio había supuesto, y esto evitó que el ruido fuese tan estrepitoso como
había temido. Pero no tuvo cuidado de mantener la cabeza suficientemente
erguida; se lastimó y el dolor le hizo frotarla furiosamente contra la alfombra.
-Algo ha ocurrido ahí dentro –dijo el gerente en la habitación de la
izquierda. Gregorio intentó imaginar que al gerente pudiera sucederle algún
día lo mismo que hoy a él, cosa ciertamente posible. Pero el gerente, como
replicando con energía a esta suposición, dio unos cuantos pasos por el cuarto
vecino, haciendo crujir sus zapatos de charol. Desde la habitación contigua de
la derecha, la hermana susurró:
-Gregorio, está aquí el gerente del almacén.