Gregorio, junto con el recogedor de la ceniza y el cubo de la basura. Lo que de
momento no había de ser utilizado, la asistenta lo tiraba rápidamente al cuarto
de Gregorio, quien, por fortuna, la mayoría de las veces, sólo veía el objeto en
cuestión y la mano que lo sujetaba. Quizá tuviese intención la asistenta de
volver en busca de aquellas cosas cuando tuviese tiempo, o pensara tirarlas
todas de una vez; pero el hecho es que permanecían allí donde habían sido
dejadas, a menos que Gregorio se revolviese contra algún trasto y lo
desplazara, impulsado a ello porque el objeto en cuestión no le dejaba ya sitio
libre para arrastrarse o por pura rabia, aunque después de tales traslados
quedaba horriblemente triste y fatigado, sin ganas de moverse durante horas
enteras.
A veces los huéspedes cenaban en casa, en el comedor, con lo cual la
puerta que daba a la habitación de Gregorio permanecía cerrada también
algunas noches; pero a Gregorio esto le importaba ya muy poco, pues incluso
algunas noches en que la puerta estaba abierta, no había aprovechado la
ocasión, sino que se había retirado, sin que la familia lo advirtiese, al rincón
más oscuro de su cuarto.
Un día la sirvienta dejó algo entornada la puerta que daba al comedor, y así
siguió cuando los huéspedes entraron por la noche y encendieron la luz. Se
sentaron a la mesa, en los sitios antaño ocupados por el padre, la madre y
Gregorio, desdoblaron las servilletas y empuñaron los cubiertos. Acto seguido
llagó la madre con una fuente de carne, seguida de la hermana, que llevaba
otra fuente llena de patatas.
Los huéspedes se inclinaron sobre las fuentes de humeante comida, como
si quisiesen probarla antes de servirse, y, en efecto, el que se hallaba sentado
en medio y parecía llevar la voz cantante, cortó un pedazo de carne en la
fuente misma, sin duda para comprobar que estaba suficientemente tierna y
que no era necesario devolverla a la cocina. Mostró su aprobación, y la madre
y la hermana, que habían observado expectantes la operación, respiraron
aliviadas y sonrieron.
La familia comía en la cocina. El padre, antes de dirigirse hacia ésta, entró
en el comedor, hizo una reverencia y, con la gorra en la mano, se acercó a la
mesa. Os huéspedes musitaron algo. Después, ya solos, comieron casi en
silencio.
A Gregorio le resultaba extraño oír, entre los diversos ruidos de la comida,
el de los dientes al masticar, como si quisiesen demostrarle que para comer se
necesitan dientes, y que la más hermosa mandíbula de nada sirve sin ellos.
«Qué hambre tengo -pensó Gregorio, preocupado-. Pero no son éstas las
cosas que me apetecen... ¡Cómo comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras,
muriéndome de hambre!»