Descansar tranquilo le era ya difícil durante la noche. La comida pronto dejó
de causarle placer, y para distraerse empezó a trepar zigzagueando por las
paredes y el techo. En el techo era donde más a gusto se encontraba: aquello
era mucho mejor que estar echado en el suelo; respiraba mejor, y se estremecía
con una suave vibración. Un día Gregorio, casi feliz y despreocupado, se
desprendió del techo, con gran sorpresa suya, y se estrelló contra el suelo. Pero
su cuerpo se había vuelto más resistente y, pese a la fuerza del golpe, no se
lastimó.
Su hermana advirtió inmediatamente el nuevo entretenimiento de Gregorio
-tal vez dejase al trepar un leve rastro de baba-, y quiso hacer todo lo posible
para facilitarle su actividad, quitando los muebles que le estorbaban, sobre
todo el baúl y el escritorio. No podía hacerlo sola y tampoco se atrevía a pedir
ayuda al padre; con la criada no podía contar, pues la buena mujer, de unos
sesenta años, aunque se había mostrado muy animosa desde la despedida de su
antecesora, había rogado que le dejaran tener siempre cerrada la puerta de la
cocina, y no abrirla sino cuando la llamasen. Por tanto, la única posibilidad era
pedir ayuda a la madre en ausencia del padre.
La madre acudió eufórica, pero se quedó muda al llegar a la puerta. La
hermana comprobó que todo estuviera en orden, y sólo entonces hizo pasar a
la madre. Gregorio había bajado la sábana más que de costumbre, de modo
que formara abundantes pliegues y pareciera que estaba allí por causalidad. En
esta ocasión no atisbó por debajo; renunció a ver a su madre, feliz de que por
fin hubiese entrado a su habitación.
-Pasa, no se le ve -dijo la hermana, que seguramente llevaba a la madre de
la mano.
Gregorio oyó a las dos frágiles mujeres mover el viejo y pesado baúl; la
hermana, animosa como siempre, hacía la mayor parte del esfuerzo, sin hacer
caso de las advertencias de la madre, que tenía miedo de que se fatigara
excesivamente.
Al cabo de un cuarto de hora, la madre dijo que era mejor dejar el baúl
donde estaba, en primer lugar porque era muy pesado y no acabarían antes del
regreso del padre; además, estando en medio de la habitación el baúl le
cortaría el paso a Gregorio; por último, tal vez a Gregorio no le agradara que
se retirasen los muebles, sino todo lo contrario. La vista de las paredes
desnudas la deprimía. ¿Por qué no había de sentir Gregorio lo mismo,
acostumbrado desde hacía tiempo a los muebles de su cuarto? ¿No se sentiría
como abandonado en la habitación vacía?
-Al quitar los muebles -continuó en voz muy baja, casi en un susurro,
como si quisiese evitar a Gregorio, que no sabía exactamente dónde se
encontraba, hasta el sonido de su voz, pues estaba convencida de que no