tarea para ayudarla. Pero no servía de nada, pues el padre se hundía aún más
en su sillón y no abría los ojos hasta que las dos mujeres le asían por debajo de
los brazos. Entonces las miraba a una tras otra, y solía exclamar:
-¡Vaya vida! ¿Ni siquiera los últimos años voy a poder estar tranquilo?
Y penosamente, como si llevara una pesada carga, se ponía de pie,
apoyándose en la madre y la hermana, se dejaba acompañar hasta la puerta, les
indicaba con un gesto que ya no las necesitaba, y seguía solo su camino,
mientras las dos mujeres dejaban sus tareas e iban tras él para continuar
ayudándole.
¿Quién, en aquella familia agotada por el trabajo, hubiera podido dedicar a
Gregorio más tiempo que el estrictamente necesario? El nivel de la vida
doméstica se redujo cada vez más. Se despidió a la criada y se contrató, para
que ayudara en los trabajos más duros, a una asistenta corpulenta y huesuda,
de cabellos blancos, que venía un rato por la mañana y otro por la tarde, y la
madre tuvo que añadir a su nada desdeñable labor de costura las demás tareas
de la casa. Incluso tuvieron que vender varias joyas de la familia, que en otros
tiempos habían llevado orgullosas la madre y la hermana en fiestas y
reuniones. Gregorio se enteró de ello por los comentarios acerca del resultado
de la venta en una de las conversaciones nocturnas de la familia. Pero el
mayor motivo de lamentación consistía siempre en la imposibilidad de dejar
aquel piso, demasiado grande en las actuales circunstancias, ya que no había
forma de trasladar a Gregorio. Sin embargo, éste se daba cuenta de que no era
él el verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le podría transportar
fácilmente en un cajón con agujeros para respirar. La verdadera razón por la
que no se mudaban, era porque ello les hubiera obligado a asumir plenamente
el hacho de que habían sido alcanzados por una desgracia inaudita, sin
precedentes en el círculo de sus parientes y conocidos.
El infortunio se cebaba en ellos: el padre tenía que ir a buscar el desayuno
del humilde empleado de Banco, la madre cosía ropas de extraños, sujeta a los
caprichos de los clientes. La familia estaba llegando al límite de sus fuerzas. Y
Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida de su espalda cuando la madre
y la hermana, después de acostar al padre, volvían al comedor y dejaban sus
respectivas tareas para sentarse muy juntas, casi mejilla con mejilla. La madre
señalaba hacia la habitación d Gregorio y decía:
-Grete, cierra esa puerta.
Y Gregorio quedaba de nuevo sumido en la oscuridad, mientras en la
habitación contigua las dos mujeres lloraban en silencio o se quedaban
mirando fijamente a la mesa, con los ojos secos.
Gregorio casi nunca dormía, ni de noche ni de día. A veces pensaba que
