Así es -contestó la asistenta, empujando un buen trecho con el escobón el
cadáver de Gregorio, como para comprobar la veracidad de sus palabras.
La señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la
detuvo.
-Bueno -dijo el señor Samsa-, demos gracias a Dios.
Se santiguó, y las tres mujeres le imitaron.
Grete no apartaba la vista del cadáver:
-Qué delgado está -dijo-. Hacía tiempo que no probaba bocado. Siempre
dejaba la comida intacta.
El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente, completamente plano y
seco. De esto sólo se daban cuenta ahora, porque ya no lo sostenían sus
patitas. Nadie apartaba la vista de él.
-Grete, ven un momento con nosotros -dijo la Señora Samsa, sonriendo
melancólicamente.
Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres al
dormitorio.
La asistenta cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Era todavía
muy temprano, pero el aire no era del todo frío. Estaban a finales de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su
desayuno. Los habían olvidado.
-¿Y el desayuno? -le preguntó a la asistenta, de mal humor, el que parecía
llevar la voz cantante.
Pero la asistenta, poniéndose el índice ante los labios, les invitó
silenciosamente, con grandes aspavientos, a entrar en la habitación de
Gregorio.
Entraron, pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en
torno al cadáver de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas
en los bolsillos de sus raídos chaqués.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y apareció el señor Samsa,
vestido con su librea, llevando del brazo a su mujer y del otro a su hija. Los
tres tenían aspecto de haber llorado un poco, y Grete ocultaba de vez en
cuando el rostro contra el brazo del padre.
-Salgan inmediatamente de mi casa -dijo el señor Samsa, señalando la
puerta, pero sin soltar a las mujeres.
-¿Qué pretende usted decir con esto? -le preguntó el que llevaba la voz