forma de intervenir con la mayor delicadeza y el máximo de precauciones. Por
desgracia su madre fue la primera en volver, mientras Grete, en la habitación
de al lado, seguía forcejeando con el baúl, aunque sin lograr cambiarlo de
sitio. La madre no estaba acostumbrada a la vista de Gregorio y la impresión
podía ser muy fuerte, por lo que éste, asustado, retrocedió rápidamente hasta el
otro extremo del sofá; pero no pudo evitar que la sábana que le ocultaba se
moviese ligeramente, lo cual bastó para llamar la atención de la madre. Ésta se
detuvo bruscamente, quedó un instante indecisa y volvió junto a Grete.
Aunque Gregorio se decía que no iba a ocurrir nada del otro mundo, y que
sólo unos muebles serían cambiados de sitio, aquel ajetreo de las mujeres y el
ruido de los muebles al ser arrastrados le causaron una gran desazón.
Encogiendo cuanto pudo la cabeza y las piernas, aplastando el vientre contra
el suelo, se confesó a sí mismo que no podría soportarlo mucho tiempo.
Estaban vaciando su cuarto, quitándole cuanto amaba: se habían llevado el
baúl en el que guardaba la sierra y las demás herramientas, y ahora estaban
moviendo el escritorio, sólidamente asentado en el suelo, en el cual, cuando
estudiaba la carrera de comercio e incluso cuando iba a la escuela, había hecho
sus ejercicios. No tenía un minuto que perder para neutralizar las buenas
intenciones de su madre y su hermana, cuya existencia, por lo demás, casi
había olvidado, pues, rendidas de cansancio, trabajaban en silencio y sólo se
oía el rumor de sus pasos cansinos.
Mientras las dos mujeres, en la habitación contigua, se recostaban un
momento en el escritorio para tomar aliento, Gregorio salió de repente de su
escondrijo, cambiando de trayectoria hasta cuatro veces: no sabía por dónde
empezar. En esto, le llamó la atención, en la pared ya desnuda, el retrato de la
mujer envuelta en pieles. Trepó precipitadamente hasta allí y se agarró al
cristal, cuyo frío contacto calmó el ardor de su vientre. Al menos esta estampa,
que su cuerpo cubría ahora por completo, no se la quitarían. Volvió la cabeza
hacia la puerta del comedor, para ver a las mujeres cuando entrasen.
Éstas casi no se concedieron descanso, pues enseguida estuvieron allí de
nuevo; Grete rodeaba a la madre con el brazo, casi sosteniéndola.
-¿Qué nos llevamos ahora? -preguntó Grete mirando a su alrededor.
En esto, su mirada se cruzó con la de Gregorio, pegado a la pared. Grete
logró dominarse únicamente a causa de la presencia de la madre; se inclinó
hacia ésta, para impedir que viera a Gregorio, y, aturdida y temblorosa, dijo:
-Ven, vamos un momento al comedor.
Para Gregorio, las intenciones de Grete estaban claras: quería poner a salvo
a la madre, y después echarle de la pared. ¡Que lo intentase si se atrevía! Él
continuaba agarrado a su estampa, y no cedería. Prefería saltarle a Grete a la