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sangrando copiosamente. Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió
a la calma.
Hasta la noche no despertó Gregorio de un pesado sueño, semejante a un
desmayo. No habría tardado mucho en despabilarse por sí solo, pues ya había
descansado bastante, pero le pareció que le despertaban unos pasos furtivos y
el ruido de la puerta del recibidor, que alguien cerraba suavemente. El reflejo
del tranvía proyectaba franjas de luz en el techo de la habitación y la parte
superior de los muebles; pero de abajo, donde estaba Gregorio, reinaba la
oscuridad. Lenta y todavía torpemente, tanteando con sus antenas, que en ese
momento le mostraron su utilidad, se deslizó hacia la puerta para ver lo que
había ocurrido. En su costado izquierdo había una larga y repugnante llaga.
Renqueaba alternativamente sobre cada una de sus dos hileras de patas, una de
las cuales herida en el accidente de la mañana –sorprendentemente, las demás
habían quedado ilesas–, se arrastraba sin vida.
Al llegar a la puerta, comprendió que lo que le había atraído era el olor de
algo comestible. Encontró una cazoleta llena de leche con azúcar, en la que
flotaban trocitos de pan. Estuvo a punto de reír de gozo, pues tenía aún más
hambre que por la mañana. Hundió la cabeza en la leche casi hasta los ojos;
pero enseguida la retiró contrariado, pues no sólo la herida de su costado
izquierdo le hacía dificultosa la operación (para comer tenía que mover todo el
cuerpo), sino que, además, la leche, que hasta entonces había sido su bebida
predilecta –por eso, sin duda, la había puesto allí su hermana–, no le gustó
nada. Se apartó casi con repugnancia de la cazoleta y se arrastró de nuevo
hacia el centro de la habitación. Por la rendija de la puerta vio que la luz
estaba encendida en el comedor. Pero, en contra de lo habitual, no se oía al
padre leer en voz alta a la madre y la hermana el diario de la tarde. No se oía el
menor ruido. Quizá esta costumbre, de la que siempre le hablaba la hermana
en sus cartas, hubiese desaparecido. Todo estaba silencioso, pese a que, con
toda seguridad, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan tranquila lleva mi
familia!», pensó Gregorio. Mientras su mirada se perdía en las sombras, se
sintió orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana tan
sosegada existencia, en un hogar tan acogedor. De pronto pensó con terror que
aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría iban a terminar... Para
no abandonarse en estos pensamientos, prefirió ponerse en movimiento y
comenzó a arrastrarse por la habitación.
Durante la noche se entreabrió una vez una de las hojas de la puerta, y otra
vez la otra: alguien quería entrar. Gregorio, en vista de ello, se colocó contra la
puerta que daba al comedor, dispuesto a atraer hacia el interior al indeciso
visitante, o por lo menos a averiguar quién era. Pero la puerta no volvió a
abrirse, y esperó en vano. Esa mañana, cuando la puerta estaba cerrada, todos
habían intentado entrar, y ahora que él había abierto una puerta y que la otra

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora