cantante, algo desconcertado y sonriendo con timidez.
Los otros dos tenían las manos cruzadas a la espalda, y se las frotaban
como si esperasen gozosos una disputa cuyo resultado les sería favorable.
-Pretendo decir exactamente lo que he dicho -contestó el señor Samsa,
avanzando con las dos mujeres en una sola línea hacia el huésped.
Éste permaneció un momento callado y tranquilo, con la mirada fija en el
suelo, como si estuviera ordenando sus pensamientos.
-En este caso, nos vamos -dijo, por fin, mirando al señor Samsa como si
una fuerza repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto.
El señor Samsa se limitó a abrir mucho los ojos y mover varias veces,
breve y afirmativamente, la cabeza.
Acto seguido, el huésped se encaminó con grandes pasos al recibidor. Sus
dos compañeros habían dejado de frotarse las manos, y salieron pisándole los
talones, como si temiesen que el señor Samsa llegase antes al recibidor y se
interpusiese entre ellos y su guía.
Una vez en el recibidor, los tres cogieron sus sombreros del perchero,
sacaron sus bastones del paragüero, se inclinaron en silencio y abandonaron la
casa.
Con desconfianza injustificada, el señor Samsa y las dos mujeres salieron
al rellano y, asomados sobre la barandilla, miraron cómo aquellos tres señores,
lentamente pero sin pausas, descendían la larga escalera, desapareciendo al
llegar a la vuelta que daba ésta en cada piso, y reapareciendo unos segundos
después.
A medida que iban bajando, disminuía el interés que hacia ellos sentía la
familia Samsa, y al cruzarse con ellos el repartidor de la carnicería, que
sostenía su cesto sobre la cabeza, el señor Samsa y las mujeres abandonaron la
barandilla y, aliviados, entraron de nuevo en la casa.
Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no sólo tenían bien
merecida una tregua en su trabajo, sino que les era indispensable. Se sentaron,
pues, a la mesa y escribieron sendas cartas disculpándose: el señor Samsa, a su
superior; la señora Samsa , al dueño de la tienda, y Grete, a su jefe.
Mientras escribían, entró la asistenta a decir que se iba, pues ya había
terminado su trabajo de la mañana. Los tres siguieron escribiendo sin prestarle
atención y se limitaron a hacer un signo afirmativo con la cabeza. Pero al ver
que no se marchaba alzaron los ojos con irritación.
-¿Qué pasa? -preguntó el señor Samsa.
La asistenta permanecía sonriente en el umbral, como si tuviese que
