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cibidor y dio los últimos pasos con tal rapidez que parecía que estuviera
pisando brasas ardientes. Alargó el brazo derecho en dirección a la escalera,
como si esperase encontrar allí milagrosamente la libertad.
Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchará de
aquel modo, pues si no su puesto en el almacén estaba seriamente amenazado.
No lo veían los padres tan claro como él, porque, con el transcurso de los años,
habían llegado a pensar que la posición de Gregorio en aquella empresa era
inamovible; además, con la inquietud del momento se habían olvidado de toda
prudencia. Pero no así Gregorio, que se daba cuenta de que era indispensable
retener al gerente y tranquilizarle. De ello dependía el porvenir de Gregorio y
de los suyos. ¡Si al menos estuviera allí su hermana! Era muy lista; había
llorado cuando Gregorio yacía aún tranquilamente sobre su espalda. Seguro
que el gerente, hombre galante, se hubiera dejado convencer por la joven. Ella
habría cerrado la puerta del piso y le habría tranquilizado en el recibidor. Pero
no estaba su hermana, y Gregorio tenía que arreglárselas solo. Sin reparar en
que todavía no conocía sus nuevas facultades de movimiento, y que lo más
probable era que no lograse entender, abandonó la hoja de la puerta en que se
apoyaba y se deslizó por el hueco formado al abrirse la otra con intención de
avanzar hacia el gerente, que seguía cómicamente agarrado a la barandilla del
rellano. Pero inmediatamente cayó al suelo, intentando con grandes esfuerzos,
sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, profiriendo un leve
quejido. Entonces se sintió, por primera vez en el día, invadido por un
verdadero bienestar: las patitas, apoyadas en el suelo, le obedecían
perfectamente. Con alegría, vio que empezaban a llevarle adonde deseaba ir,
dándole la sensación de que sus sufrimientos habían concluido. Pero en el
momento en que Gregorio empezaba a avanzar lentamente, balanceándose a
ras de tierra, no lejos y enfrente de su madre, ésta, pese a su desvanecimiento
previo, dio de pronto un brinco y se puso a gritar, extendiendo los brazos con
las manos abiertas: «¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!» Inclinaba la
cabeza como para ver mejor a Gregorio, pero de pronto, como para desmentir
esta impresión, se desplomó hacia atrás cayendo sobre la mesa, y, ajena al
hecho de que estaba aún puesta, quedó sentado en ella, sin darse cuenta de que
a su lado el café salía de la cafetera volcada, derramándose sobre la alfombra.
-¡Madre! ¡Madre! –gimió Gregorio, mirándola desde abajo. Por un
momento se olvidó del gerente; y no pudo evita, ante el café vertido, abrir y
cerrar repetidas veces las mandíbulas en el vacío. Su madre, gritando de nuevo
y huyendo de la mesa, se lanzó en brazos del padre, que corrió a su encuentro.
Pero Gregorio no podía dedicar ya su atención a sus padres; el gerente estaba
en la escalera y, con la barbilla apoyada sobre la baranda, dirigía una última
mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para darle alcance, pero él
debió de comprender su intención, pues, de un salto, bajó varios escalones y
desapareció, profiriendo unos alaridos que resonaron por toda la escalera. Para

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora