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aunque estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco años sin trabajar; por


tanto no se podía contar con él: en los últimos cinco años, los primeros de


descanso en su vida laboriosa, aunque fracasada, había engordado mucho y se


había vuelto lento y pesado. ¿Y cómo podría trabajar la madre, que padecía de


asma, que se fatigaba con sólo andar un poco por casa y continuamente tenía


que tumbarse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porque le daban


ahogos? ¿Tendría, entonces, que trabajar la hermana, una niña de diecisiete


años, y cuya envidiable existencia había consistido, hasta el momento, en


ocuparse de sí misma, dormir cuanto quería, ayudar en las tareas de la casa,


participar en alguna sencilla diversión y, sobre todo, tocar el violín?


Cada vez que la conversación derivaba hacia la necesidad de ganar dinero,


Gregorio se apartaba de la puerta y, trastornado por la pena y la vergüenza, se


metía bajo el fresco sofá de cuero. A menudo pasaba allí toda la noche en vela,


arañando el cuero hora tras hora. A veces llevaba a cabo el extraordinario


esfuerzo de empujar el sillón hasta la ventana y, agarrándose al alféizar,


permanecía de pie en el asiento y apoyado en la ventana, sumido en sus


recuerdos, pues antes solía asomarse a menudo a aquella ventana.


Poco a poco empezó a ver con menos claridad. Ya no distinguía el hospital


de enfrente, cuya vista tanto le desagradaba; y de no haber sabido que vivía en


una calle en plena ciudad, aunque tranquila, hubiera podido creer que su


ventana daba a un desierto, en el cual se confundían el cielo y la tierra,


igualmente grises.


Sólo dos veces vio la hermana, siempre atenta, que el sillón se encontraba


junto a la ventana. Y ya, al arreglar la habitación, aproximaba ella misma el


sillón. Más aún: dejaba abiertos los primeros dobles cristales.


Si al menos hubiera podido Gregorio hablar con su hermana; de haberle


podido dar las gracia por cuanto hacía por él, le hubieran resultado más leves


las molestias que ocasionaba, y que de este modo tanto le hacían sufrir. Sin


duda, su hermana hacía lo posible para atenuar lo doloroso de la situación, y, a


medida que transcurría el tiempo, iba consiguiéndolo mejor, como es natural.


Pero también Gregorio, a medida que pasaban los días, tenía más clara la


situación.


Ahora, las visitas de su hermana eran para él algo terrible. En cuanto


entraba en la habitación, y sin cerrar siquiera previamente las puertas, como


antes, para ocultar a todos la vista del cuarto, iba corriendo hacia la ventana y


la abría bruscamente, como si estuviese a punto de asfixiarse; y hasta cuando


el frío era intenso, permanecía allí un rato respirando ansiosamente. Este


ajetreo asustaba a Gregorio dos veces al día; aunque convencido de que ella le


hubiera evitado esas molestias, de haber podido permanecer en la habitación


con las ventanas cerradas, Gregorio se quedaba temblando debajo del sofá

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora