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pues ya no tenía seguridad de poder apreciarlo. Mientras tanto, en la
habitación contigua reinaba un profundo silencio. Tal vez los padres, sentados
a la mesa con el gerente, estuvieran hablando en voz baja. Tal vez
permanecieran pegados a la puerta, escuchando.
Gregorio se deslizó lentamente con la silla hacia la puerta; al llegar allí,
soltó la silla se dejó caer contra la puerta y se sostuvo en pie, pegado a ella por
la viscosidad de sus patas. Descansó así un momento del esfuerzo realizado.
Luego intentó hacer girar la llave con la boca. Por desgracia, no parecía tener
dientes propiamente dichos. ¿Con qué iba entonces a coger la llave? Pero, en
cambio, sus mandíbulas eran muy fuerte y, gracias a ellas, pudo poner la llave
en movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se hacía, pues un
líquido oscuro le salió por la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el
suelo.
-Escuchen –dijo el gerente–; está girando la llave.
Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. Pero todos, el padre, la madre,
deberían haber gritado: «¡Adelante, Gregorio!» Sí, deberían haber gritado:
«¡Adelante! ¡Duro con la cerradura!» Imaginando la ansiedad con que todos
seguirían sus esfuerzos, mordió con desesperación la llave, desfallecido. A
medida que la llave giraba en la cerradura, Gregorio se bamboleaba en el aire,
colgando por la boca, forcejeando, empujando la llave hacia abajo con todo el
peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse le volvió
completamente en sí.
«Bueno –se dijo con un suspiro de alivio–; no ha sido necesario que viniera
el cerrajero», y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir.
Este modo de abrir la puerta fue la causa de que no le viesen
inmediatamente. Gregorio tuvo que girar lentamente contra una de las hojas de
la puerta, con gran cuidado para no caer de espaldas. Y aún estaba ocupado en
llevar a cabo tan difícil operación, sin tiempo para pensar otra cosa, cuando
oyó una exclamación del gerente que sonó como el aullido del viento, y le vio,
junto a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como
empujado por una fuerza invisible.
La madre –que, a pesar de la presencia del gerente, estaba allí sin arreglar,
con el pelo revuelto– miró a Gregorio, juntando las manos, avanzó liego dos
pasos hacia él, y se desplomó por fin, en medio de sus faldas desplegadas a su
alrededor, con la cabeza caída sobre su pecho. El padre amenazó con el puño,
con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de
la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibidor y,
cubriéndose los ojos con las manos, manos rompió a llorar de tal modo, que el
llanto sacudía su robusto pecho.

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora