Gregorio no comería estando ella presente) se retiró cuanto antes y echó la
llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que nadie le iba a importunar.
Al ir Gregorio a comer, sus antenas fueron sacudidas por una especie de
vibración. Pero por otra parte, sus heridas debían de haberse curado ya, pues
no sintió ninguna molestia, cosa que le sorprendió bastante, pues recordó que
hacia más de un mes se había cortado un dedo con un cuchillo y que el día
anterior todavía le dolía. «¿Tendré menos sensibilidad que antes?», pensó,
mientras probaba golosamente el queso, que fue lo que más le atrajo. Con gran
avidez y llorando de alegría, devoró sucesivamente el queso, las legumbres y
la salsa. En cambio, los alimentos frescos le disgustaron: su olor mismo le
resultaba desagradable, hasta el punto de que apartó de ellos las cosas que
quería comer.
Hacía un buen rato que había terminado y permanecido estirado
perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, sin duda para darle
tiempo a retirarse, empezó a girar lentamente la llave. A pesar de estar medio
dormido, Gregorio se sobresaltó y corrió a ocultarse de nuevo debajo del sofá.
Para permanecer allí, aunque sólo fue el breve tiempo que su hermana estuvo
en el cuarto, tuvo que hacer esta vez gran esfuerzo de voluntad, pues, a
consecuencia de la abundante comida, su cuerpo se había abultado lo
suficiente como para que apenas pudiera respirar en aquel reducido espacio.
Un tanto sofocado, contempló con los ojos desorbitados cómo su hermana,
ajena a lo que le sucedía barría no sólo los restos de la comida, sino también
los alimentos que Gregorio no había tocado, como si ya no pudiesen
aprovecharse. Y vio también cómo lo tiraba todo a un cubo, que cerró con una
tapa de madera. Apenas se hubo marchado su hermana con el cubo, Gregorio
salió de su escondrijo, se estiró y respiró profundamente.
De esta manera recibió Gregorio, día tras día, su comida: una vez por la
mañana temprano, antes de que se levantaran sus padres y la criada, y otra
después del almuerzo, mientras los padres dormían la siesta y la criada salía a
algún recado al que la mandaba la hermana. Sin duda sus padres tampoco
querían que Gregorio se muriese de hambre; pero tal vez no hubieran podido
soportar el espectáculo de sus comidas, y era mejor que sólo tuvieran noticias
de ellas a través de la hermana. Tal vez también quería ésta ahorrarles un
sufrimiento extra.
Gregorio no pudo averiguar con qué disculpas habían despedido la primera
mañana al médico y al cerrajero. Como nadie le entendía, nadie pensaba, ni
siquiera su hermana, que él pudiese entender a los demás. Tenía, pues, que
contentarse, cuando su hermana entraba en su cuarto, con oírla gemir y
lamentarse. Más adelante, cuando ella se hubo acostumbrado un poco a la
nueva situación (desde luego no se podía esperar que se acostumbrase por
completo), Gregorio empezó a notar en ella ciertos indicios de amabilidad.