«Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando Gregorio había apurado la comida;
mientras que en el caso contrario, cada vez más frecuente, solía decir apenada:
«Vaya, hoy lo ha dejado todo.»
Aunque Gregorio no podía obtener directamente ninguna noticia, siempre
estaba atento a lo que sucedía en las habitaciones contiguas, y en cuanto oía
voces, corría hacia la puerta correspondiente y se pegaba a ella. Al principio
todas las conversaciones se referían a él, aunque no claramente. Durante dos
días, en todas las comidas se discutió lo que correspondía hacer en lo sucesivo.
También fuera de las comidas se hablaba de lo mismo; ninguno de los
miembros de la familia quería quedarse solo en casa, y como tampoco querían
dejarla abandonada, siempre había por lo menos dos personas. Ya el primer
día, la criada -de la que no sabían hasta que punto estaba enterada de lo
ocurrido- le había rogado a la madre que la despidiese en seguida, y al
marcharse, un cuarto de hora después, dando las gracias efusivamente y sin
que nadie se lo pidiese, juró solemnemente que no contaría nada a nadie.
La hermana tuvo que ayudar a cocinar a la madre, cosa que, en realidad, no
le daba mucho trabajo, pues casi no comían. Gregorio los oía continuamente
animarse en vano unos a otros a comer, siendo un «gracias, ya he comido
bastante», u otra frase por el estilo, la respuesta invariable a estos
requerimientos. Tampoco bebían casi nada. Con frecuencia preguntaba la
hermana al padre si quería cerveza, ofreciéndose a ir a buscarla. Callaba el
padre, y entonces ella añadía que también podían mandar a la portera. Pero el
padre respondía finalmente con una negativa tajante, y no se hablaba más del
asunto.
Ya el primer día el padre planteó a la madre y a la hermana la situación
económica de la familia y sus perspectivas futuras. De vez en cuando se
levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja de caudales -salvada de
la quiebra cinco años antes- algún documento o libro de notas. Se oía el
chasquido de la complicada cerradura al abrirse o volverse a cerrar, después de
que el padre hubiese sacado lo que buscaba. Estas explicaciones constituyeron
la primera noticia agradable que escuchó Gregorio desde su encierro. Siempre
había creído que a su padre no le quedaba absolutamente nada del antiguo
negocio. El padre nunca le había dado a entender que fuera de otro modo,
aunque lo cierto era que Gregorio tampoco le había preguntado nada al
respecto. Por aquel entonces, Gregorio sólo se había preocupado de hacer lo
posible para que su familia olvidara cuanto antes el revés financiero que los
había hundido en la más completa desesperación. Por eso había comenzado a
trabajar con tal ahínco, convirtiéndose en poco tiempo, de simple dependiente,
en todo un viajante de comercio, con grandes posibilidades de ganar dinero, y
cuyos éxitos profesionales se concretaban en sustanciosas comisiones
entregadas a la familia ante el asombro y alegría de todos. Habían sido días
