iba abrirse la puerta de su cuarto, y que él iba a encargarse de nuevo, como
antes, de los asuntos de la familia. Volvió acordarse, tras largo tiempo, del
director y el gerente del almacén, el dependiente y el aprendiz, aquel
ordenanza tan robusto, dos o tres amigos que tenía en otros comercios, una
camarera de una fonda provinciana... También le asaltó el recuerdo dulce y
pasajero de una cajera de una sombrerería, a quien había cortejado
formalmente, aunque sin empeño suficiente...
Todas estas personas se mezclaban en su mente con otras extrañas hace
tiempo olvidadas; pero ninguna podía ayudarle, ni a él ni a los suyos. Eran
inasequibles, y se sentía aliviado cuando lograba apartar su recuerdo. Luego,
dejaba también de preocuparse por su familia, y sólo sentía hacia ella la
irritación producida por la poca atención que le prestaban. No había nada que
le apeteciera realmente, sin embargo, hacía planes para llegar hasta la
despensa y apoderarse, aunque sin hambre, de lo que le pertenecía por derecho
propio. La hermana no se preocupaba ya de buscar alimentos a su gusto; antes
de irse a trabajar, por la mañana y por la tarde, empujaba con el pie cualquier
cosa dentro del cuarto, y luego, al regresar, sin mirar si Gregorio sólo había
probado la comida -lo cual era lo más frecuente- o si ni siquiera al había
tocado, recogía los restos con la escoba. El arreglo de la habitación, que
siempre tenía lugar de noche, era igualmente apresurado. Las paredes estaban
cubiertas de suciedad, y el polvo y los desperdicios se amontonaban en los
rincones.
En los primeros tiempos, al entrar la hermana, Gregorio se situaba
precisamente en el rincón en que había más suciedad. Pero ahora podía haber
permanecido allí semanas enteras sin que ella se hubiese aplicado más, pues
veía la porquería tan bien como él, pero al parecer estaba decidida a dejarla.
Con una susceptibilidad en ella completamente nueva, pero que se había
extendido a toda la familia, no admitía que ninguna otra persona se ocupase
del arreglo de la habitación. Un día, la madre quiso limpiar a fondo el cuarto
de Gregorio, tarea para la que tuvo que emplear varios cubos de agua,
mientras Gregorio yacía amargado e inmóvil debajo del sofá, molesto por la
humedad. Pero en cuanto noto la hermana, al regresar por la tarde, el cambio
operado en la habitación, se sintió terriblemente ofendida, irrumpió en el
comedor y, sin escuchar las explicaciones de la madre, rompió a llorar con tal
violencia y desconsuelo que los padres se asustaron. El padre, a la derecha de
la madre, le reprochó el no haber cedido por entero a la hermana el cuidado de
la habitación de Gregorio; la hermana, a la izquierda, dijo que ya no le sería
posible encargarse de aquella limpieza. La madre quería llevarse el dormitorio
al padre, que no acababa de calmarse: la hermana, sacudida por los sollozos,
daba puñetazos en la mesa, y Gregorio silbaba de rabia, porque nadie se había
acordado de cerrar la puerta para ahorrarle aquel espectáculo.
