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Ya lo sé –contestó Gregorio débilmente, sin atreverse a levantar la voz
hasta el punto de hacerse oír por su hermana.
-Gregorio –dijo por fin el padre desde la habitación contigua de la
izquierda–, ha venido el señor gerente y pregunta por qué no tomaste el primer
tren. No sabemos que contestar. Además, desea hablar personalmente contigo.
Con que haz el favor de abrir la puerta. El señor tendrá la bondad de disculpar
el desorden del cuarto.
-¡Buenos días, señor Samsa! –terció entonces amablemente el gerente.
-No se encuentra bien –dijo la madre a este último mientras el padre
continuaba hablando junto a la puerta–. Está enfermo, créame. ¿Cómo si no,
iba a perder el tren? Gregorio no piensa más que en el almacén. ¡Si casi me
molesta que no salga ninguna noche! Ahora, por ejemplo, ha estado aquí ocho
días; pues bien, ¡ni una sola noche ha salido de casa! Se sienta con nosotros
alrededor de la mesa lee el periódico en silencio o estudia itinerarios. Su única
distracción es la carpintería. En dos o tres tardes ha tallado un marquito.
Cuando lo vea, se va a asombrar; es precioso. Está colocado en su cuarto;
ahora lo verá en cuanto abra Gregorio. Por otra parte, me alegro de que haya
venido usted, pues nosotros no hubiéramos podido convencer a Gregorio de
que abra la puerta. ¡Es tan testarudo! Seguramente no se encuentra bien,
aunque antes dijo lo contrario.
-Voy en seguida –dijo débilmente Gregorio, sin moverse para no perder
palabra de la conversación.
-Seguro que es como dice usted señora. –repuso el jefe–. Espero que no sea
nada serio. Aunque, por otra parte, he de decir que nosotros, los comerciantes,
tenemos que saber afrontar a menudo ligeras indisposiciones, anteponiendo a
todo los negocios.
-Bueno –preguntó el padre, impacientándose y volviendo a llamar a la
puerta–; ¿puede entrar ya el señor?
-No –respondió Gregorio.
En la habitación de la izquierda se hizo un apenado silencio, y en la de la
derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no iba a reunirse con los demás? Claro, acababa de levantarse y
ni siquiera habría empezado a vestirse. Pero ¿por qué lloraba? Acaso porque el
hermano no se levantaba, porque no abría la puerta, porque corría riesgo de
perder su empleo, con lo cual el dueño volvería a atormentar a los padres con
las viejas deudas. Pero, por el momento, estas preocupaciones no venían a
cuento. Gregorio estaba allí, y no pensaba ni remotamente en abandonar a los
suyos. Yacía sobre la alfombra, y nadie que supiera en qué estado se

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora