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proseguían su anárquica y penosa agitación.
«No es bueno haraganear en la cama», pensó Gregorio.
Primero intentó sacar la parte inferior del cuerpo. Pero dicha parte inferior
–que no había visto todavía y que, por tanto, no podía imaginar con exactitud–
resultó sumamente difícil de mover. Inició la operación muy lentamente. Hizo
acopio de energías y se arrastró hacia delante. Pero calculó mal la dirección, se
dio un fuerte golpe contra los pies de la cama, y el dolor subsiguiente le reveló
que la parte inferior de su cuerpo era quizá, en su nuevo estado, la más
sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente la
cabeza hacia el borde del lecho. Hizo esto sin problemas y, a pesar de su
anchura y su peso, el cuerpo siguió por fin, lentamente, el movimiento
iniciado por la cabeza. Pero entonces tuvo miedo de continuar avanzando de
aquella forma, porque, si se dejaba caer así, sin duda se haría daño en la
cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio perder el sentido. Prefería
quedarse en la cama.
Pero cuando, después de realizar a la inversa los mismos movimientos, en
medio de grandes esfuerzos y jadeos, se halló de nuevo en la misma posición y
volvió a ver sus patas moviéndose frenéticamente, comprendió que no podía
hacer otra cosa, y volvió a pensar que no debía seguir en la cama y que lo más
sensato era arriesgarlo todo, aunque sólo tuviera una mínima posibilidad. Pero
en seguida recordó que meditar serenamente era mejor que tomar decisiones
drásticas. Sus ojos se clavaron en la ventana; pero, por desgracia, la niebla que
aquella mañana ocultaba por completo el lado opuesto de la calle, pocos
ánimos le infundió.
«Las siete ya –pensó al oír el despertador–. ¡Las siete ya, y todavía sigue la
niebla!»
Durante unos momentos permaneció echado, inmóvil y respirando
lentamente, como si esperase que el silencio le devolviera a su estado normal.
Pero, al poco rato, pensó: «Antes de que den las siete y cuarto es
indispensable que me haya levantado. Además, seguramente vendrá alguien
del almacén a preguntar por mí, pues abren antes de las siete.» Se dispuso a
salir de la cama, balanceándose sobre su borde. Dejándose caer de esta forma,
la cabeza, que pensaba mantener firmemente erguida, probablemente no
sufriría daño ninguno. La espalda parecía resistente, y no le pasaría nada al dar
con ella en la alfombra. Únicamente le hacía vacilar el temor al estrépito que
esto habría de producir, y que sin duda asustaría a su familia. Pero no quedaba
más remedio que correr el riesgo.
Ya estaba Gregorio con casi medio cuerpo fuera de la cama (el nuevo
método era como un juego, pues consistía simplemente en balancearse hacia

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora