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contrariaba visiblemente, pues parecía indicar a las claras que sus esperanzas


de escuchar buena música habían sido defraudadas y empezaban a cansarse, y


que sólo por cortesía seguían allí. Especialmente el modo en que echaban por


la boca o la nariz el humo de sus cigarros, delataban gran nerviosidad.


Sin embargo, ¡que bien tocaba Grete! Con el rostro ladeado seguía el


pentagrama atenta y tristemente. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante


y mantuvo la cabeza pegada al suelo, ansioso de encontrar con su mirada la de


su hermana.


¿Sería una fiera, que la música le emocionaba de aquel modo?


Era como si ante él se abriese un camino que había de conducirle hasta un


alimento desconocido, ardientemente anhelado. Estaba decidido a llegar hasta


su hermana, a tirarle de la falda y hacerle comprender que había de ir a su


cuarto con el violín, porque nadie apreciaba su música como él. No la dejaría


marcharse mientras él viviese. Por primera vez iba a servirle de algo su


espantosa forma.


Quería poder estar a un tiempo en todas las puertas, dispuesto a saltar


sobre los que pretendiesen atacarle. Pero era preciso que su hermana


permaneciese junto a él, no a la fuerza, sino voluntariamente; era preciso que


se sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia él, y entonces le contaría


al oído que había tenido el firme propósito de enviarla al conservatorio y que,


de no haber sobrevenido la desgracia, durante las pasadas Navidades -pues las


Navidades ya habían pasado, ¿no?- se lo hubiera dicho a los padres, sin


aceptar ninguna objeción. Y al oír esta confidencia, la hermana, conmovida,


rompería a llorar, y Gregorio se alzaría hasta sus hombros y la besaría en el


cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba desnudo.


-Señor Samsa -dijo de pronto al padre el señor que parecía la voz cantante.


Y sin más palabras señaló con el índice a Gregorio, que iba avanzando


lentamente. El violín enmudeció al instante, y el señor sonrió a sus amigos,


meneando la cabeza, y volvió a mirar a Gregorio.


Al padre le pareció más urgente echar de allí a Gregorio, tranquilizar a los


huéspedes, los cuales no se mostraron ni muchos menos intranquilos, y


parecían divertirse más con la aparición de Gregorio que con el violín. Se


precipitó hacia ellos y, extendiendo los brazos, intentó empujarlos hacia su


habitación a la vez que les ocultaba con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos,


entonces, no disimularon su contrariedad, aunque no era posible saber si se


debía a la actitud del padre o al hecho de descubrir que habían convivido sin


saberlo con un ser de aquella índole.


Pidieron explicaciones al padre, alzaron los brazos al cielo, se mesaron las


barbas nerviosamente y no retrocedieron sino muy despacio hacia su

Metamorfosis - Franz KafkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora