había sido también abierta, sin duda, durante el día, ya no venía nadie, y las
llaves habían sido puestas en la parte exterior de las cerraduras.
Estaba muy avanzada la noche cuando se apagó la luz del comedor.
Gregorio comprendió que sus padres habían permanecido en vela hasta
entonces. Oyó como se alejaban de puntillas. Hasta la mañana no entraría
seguramente nadie a ver a Gregorio: tenía tiempo de sobra para pensar, sin
temor a ser importunado, en su futuro. Pero aquella habitación fría y de techo
alto, en donde había de permanecer echado de bruces. Le dio miedo; no
entendía por qué, pues era la suya, la habitación en que vivía desde hacía cinco
años... Bruscamente, y no sin algo de vergüenza, se metió debajo del sofá, en
donde, a pesar de sentirse algo estrujado, por no poder levantar la cabeza, se
encontró en seguida muy bien, lamentando únicamente no poder introducirse
allí por completo a causa de su excesiva corpulencia.
Así permaneció toda la noche, sumido en un duermevela del que le
despertaba con sobresalto el hambre, y sacudido por preocupaciones y
esperanzas no muy concretas, pero cuya conclusión era siempre la necesidad
de tener calma y paciencia y de hacer lo posible para que su familia se hiciese
cargo de la situación y no sufriera más de lo necesario.
Muy temprano, cuando apenas empezaba a clarear, Gregorio tuvo ocasión
de poner en práctica sus resoluciones. Su hermana, ya casi arreglada, abrió la
puerta que daba al recibidor y le buscó ansiosamente con la mirada. Al
principio no le vio; pero al descubrirle debajo del sofá –¡en algún sitio había
de estar! ¡No iba a haber volado!– se asustó tanto que, compulsivamente,
volvió a cerrar la puerta. Pero inmediatamente se arrepintió de su reacción,
pues volvió abrir y entró de puntillas, como si fuese la habitación de un
enfermo grave o un extraño. Gregorio, asomando apenas la cabeza fuera del
sofá, la observaba. ¿Se daría cuenta de que no había probado la leche y,
comprendiendo que no había sido por falta de hambre, le traería alimentos más
adecuados? Pero si no lo hacía, él preferiría morirse de hambre antes que
pedírselo, pese a que sentía enormes deseos de salir de debajo del sofá y
suplicarle que le trajese algo bueno de comer. Pero su hermana, asombrada,
advirtió inmediatamente que la cazoleta estaba intacta; únicamente se había
vertido un poco de leche. La recogió, y se la llevó. Gregorio sentía una gran
curiosidad por ver lo que la bondad de su hermana le reservaba. A fin de ver
cuál era su gusto, le trajo un surtido completo de alimentos y los extendió
sobre un periódico viejo: legumbres de días atrás, medio podridas ya; huesos
de la cena de la víspera, rodeados de blanca salsa cuajada; pasas y almendras;
un trozo de queso que dos días antes Gregorio había descartado como
incomible; un mendrugo de pan duro; otro untado con mantequilla, y otro con
mantequilla y sal. Volvió a traer la cazoleta, que por lo visto quedaba destinada
a Gregorio, pero ahora llena de agua. Y por delicadeza (pues sabía que