felices. Pero no se habían repetido, al menos con igual esplendor, pese a que
Gregorio había llegado a ganar lo suficiente como para llevar por sí solo el
peso de toda la casa. La costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida
el dinero de Gregorio, como en éste, que lo entregaba con gusto, hizo que la
sorpresa y alegría iniciales no volvieran a producirse con la misma intensidad.
Sólo la hermana permaneció siempre estrechamente unida a Gregorio, y como,
contrariamente a éste, era muy aficionada a la música y tocaba el violín con
gran entusiasmo, Gregorio confiaba en poder mandarla al año siguiente al
conservatorio, pese a los gastos que ello conllevaría, y a los que ya encontraría
modo de hacer frente. Durante las breves estancias de Gregorio junto a los
suyos, la palabra «conservatorio» se repetía con frecuencia en las charlas con
la hermana, pero siempre como un hermoso sueño, en cuya realización no se
podía ni soñar. Los padres no veían con agrado estos ingenuos proyectos; pero
para Gregorio era un asunto muy serio, y tenía decidido anunciarlo
solemnemente la noche de Navidad.
Estos pensamientos, ahora tan superfluos, se agitaban en su mente
mientras, pegado a la puerta, escuchaba lo que hablaban en la habitación
contigua. De cuando en cuando, la fatiga le impedía seguir escuchando, y
dejaba caer cansado la cabeza sobre la puerta. Pero en seguida volvía a
levantarla, pues incluso el levísimo ruido debido a este movimiento suyo, era
oído por su familia, que enmudecía en el acto.
-¿Qué estará haciendo ahora? -decía al poco el padre, si duda mirando
hacia la puerta.
Y, pasados unos momentos, se reanudaba la conversación interrumpida.
Así pudo enterarse Gregorio, con gran satisfacción -el padre se extendía en
sus explicaciones, pues hacia tiempo que no se había ocupado de aquellos
asuntos, y además la madre tardaba en entenderlos- que, a pesar de la
desgracia les había quedado algún dinero; no mucho, desde luego pero poco a
poco había ido aumentando desde entonces, gracias a los intereses intactos.
Además, el dinero que entregaba Gregorio todos los meses, quedándose para
él únicamente una ínfima cantidad, no se gastaba por completo, y había ido
formando un pequeño capital. Tras la puerta, Gregorio aprobaba con la cabeza,
satisfecho de que existieran estas inesperadas reservas. Cierto que con ese
dinero sobrante podía haber pagado poco a poco la deuda que su padre tenía
con el dueño, y haberse visto libre de ella mucho antes; pero tal como estaban
las cosas, era mejor así.
Ahora bien, ese dinero era del todo insuficiente para permitir a la familia
vivir de él; todo lo más bastaría para uno o dos años, pero no para más tiempo.
Por tanto, era un capital que no se debía tocar, pues convenía conservarlo para
caso de necesidad. El dinero para ir viviendo había que ganarlo. Pero el padre,
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