debía tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, con la máxima
consideración, y que era un elemental deber de familia sobreponerse a la
repugnancia y resignarse.
Aun cuando a causa de su herida se había mermado, acaso para siempre, su
capacidad de movimiento; aun cuando precisaba ahora, como un viejo tullido,
varios e interminables minutos para cruzar su habitación y no podía ni soñar
en volver a trepar por las paredes, Gregorio tuvo, en aquel empeoramiento de
su estado, una compensación que le pareció suficiente: por la tarde, la puerta
del comedor, en la que tenía puestos fijos los ojos desde hacía una o dos horas
antes, se abría, y él, echado en su cuarto a oscuras, invisible para los demás,
podía observar a su familia en torno a la mesa iluminada y oír sus
conversaciones con la aprobación general. Claro que dichas conversaciones no
eran, ni mucho menos, las animadas charlas de otros tiempos, que Gregorio
añoraba -durante sus viajes- en los cuartuchos de la fondas, al dejarse caer
exhausto sobre las húmedas sábanas de una cama extraña. Ahora, las veladas
eran casi siempre monótonas y tristes. Poco después de cenar, el padre se
dormía en su sillón, y la madre y la hermana se hacían mutuas señas de
silencio. La madre, inclinada muy cerca de la luz, cosía lencería para una
tienda, y la hermana, que se había colocado de dependienta, estudiaba por las
noches estenografía y francés, con miras a conseguir un puesto mejor que el
actual. De vez en cuando, el padre despertaba y, como si no se diese cuenta de
haber dormido, la decía a la madre: «¡No haces más que coser!» Y volvía a
dormirse en seguida, mientras la madre y la hermana, rendidas de cansancio,
cambiaban una sonrisa.
El padre se negaba obstinadamente a quitarse, ni siquiera en casa, su
uniforme de ordenanza. Y mientras el batín, ya inútil, colgaba de la percha,
dormitaba totalmente uniformado, como si quisiera estar siempre preparado y
esperase oír incluso en la casa la orden de algunos de sus jefes. De este modo
el uniforme, que ya al principio no era nuevo, se fue ajando rápidamente, a
pesar de los cuidados de la madre y la hermana. Gregorio a menudo se pasaba
horas enteras contemplando aquel traje lustroso, lleno de manchas, pero con
los botones dorados siempre relucientes, dentro del cual su padre dormía
incómodo pero tranquilo.
A las diez, la madre intentaba despertar al padre para convencerle de que
se acostara y durmiera como es debido, cosa que él tanto necesitaba, puesto
que entraba a trabajar a las seis. Pero el padre, con la obstinación que le
caracterizaba desde que era ordenanza, insistía en permanecer más tiempo en
la mesa, pese a que se dormía invariablemente y al gran trabajo que costaba
hacerle cambiar el sillón por la cama. Sordo a los argumentos de la madre y la
hermana, seguía allí con los ojos cerrados dando cabezadas. La madre le tiraba
de la manga, diciéndole al oído palabras cariñosas; la hermana interrumpía su
