«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio mirando a su alrededor en la oscuridad.
Pronto comprendió que no podía moverse absoluto. Esto no le asombró: al
contrario, no le parecía natural haber podido avanzar, como había hecho hasta
entonces, con aquellas patitas tan endebles. Por lo demás, se sentía
relativamente a gusto. Si bien le dolía todo el cuerpo, le parecía que el dolor se
iba atenuando poco a poco, y pensaba que, por último, cesaría. Apenas si
notaba ya la manzana podrida que tenía en la espalda y la infección
blanqueada por el polvo. Pensaba con emoción y cariño en los suyos. Estaba,
si cabe, aun más convencido que su hermana de que tenía que desaparecer.
Permaneció en un estado de apacible meditación e insensibilidad hasta que
el reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vislumbrar el
alba que despuntaba tras los cristales. Luego, a pesar suyo, dejó caer la cabeza
y de su hocico surgió débilmente su último suspiro.
A la mañana siguiente, cuando entró la asistenta -daba tales portazos que
en cuanto llega era imposible seguir durmiendo, a pesar de lo mucho que se le
había rogado que no hiciera tanto ruido- para hacer su breve visita de
costumbre a Gregorio, no halló en él, al principio, nada de particular. Supuso
que permanecía así, inmóvil, con toda intención, para hacerse el indiferente,
pues le consideraba plenamente dotado de raciocinio. Casualmente llevaba en
la mano el deshollinador, y le hizo cosquillas desde la puerta.
Al ver que seguía sin moverse, se irritó y empezó a hostigarle, y sólo
después de que le hubo empujado sin encontrar ninguna resistencia se dio
cuenta de lo sucedido, abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un
silbido de sorpresa. Acto seguido, abrió bruscamente la puerta del dormitorio
de los padres y gritó en la oscuridad:
-¡Ha estirado la pata!
El señor y la señora Samsa se incorporaron en la cama. Les costó bastante
sobreponerse al susto, y tardaron en comprender lo que les anunciaba la
asistenta. Pero en cuanto se hubieron hecho cargo de la situación, bajaron de la
cama, cada uno por su lado y con la mayor rapidez posible. El señor Samsa se
echó la colcha por los hombros; la señora Samsa sólo llevaba el camisón, y así
entraron en la habitación de Gregorio.
Mientras, se había abierto también la puerta del comedor, donde dormía la
hermana desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba completamente
vestida, como si no hubiese dormida en toda la noche, cosa que parecía
confirmar la palidez de su rostro.
-¿Muerto? -preguntó la señora Samsa, mirando interrogativamente a la
asistenta, no obstante poder comprobarlo por sí misma, e incluso verlo sin
necesidad de comprobación alguna.
