máximo rigor con respecto a él. Echó a correr delante de su padre,
deteniéndose cuando éste lo hacía y corriendo de nuevo en cuanto le veía
hacer un movimiento.
Dieron veces la vuelta a la habitación, sin que pasara nada y sin que esto,
debido a las dilatadas pausas, tuviese siquiera el aspecto de una persecución.
Gregorio optó por permanecer en el suelo: temía que su padre interpretase su
huida por las paredes o por el techo como un gesto malévolo.
Gregorio no tardó en comprender que aquella situación no podía
prolongarse, pues mientras su padre daba un paso él tenía que llevar a cabo un
sinfín de movimientos, y ya empezaba a jadear. Aunque lo cierto era que
tampoco en su estado anterior podía confiar mucho en sus pulmones.
Se estremeció, intentando hacer acopio de energías para emprender
nuevamente la huida. Apenas si podía tener los ojos abiertos; estaba tan
aturdido que no pensaba más que en seguir corriendo, olvidando la posibilidad
de trepar por las paredes; aunque lo cierto era que estaban atestadas de
muebles tallados de peligrosos ángulos y picos. De pronto, algo diestramente
lanzado cayó a su lado y rodó ante él; era una manzana, a la que
inmediatamente siguió otra. Gregorio, atemorizado, no se movió; era inútil
que siguiera corriendo, puesto que su padre le estaba bombardeando. Se había
llenado los bolsillos con las manzanas del frutero que estaba sobre el aparador,
y se las lanzaba una tras otra, aunque sin acertarle por el momento.
Las rojas manzanas rodaban por el suelo como electrizadas, tropezando
unas con otras. Una de ellas, lanzada con mayor precisión, rozó la espalda de
Gregorio, pero no le hizo daño. En cambio, la siguiente le dio de lleno.
Gregorio intentó correr, como si pudiese liberarse del insoportable dolor
cambiando de sitio; pero era como si le hubieran clavado donde estaba, y
quedó allí indefenso, sin noción de cuanto sucedía a su alrededor.
Con el último resto de conciencia vio abrirse bruscamente la puerta de su
habitación y a su madre corriendo en camisa -pues Grete la había desnudado
para hacerla volver en sí- delante de la hermana, que gritaba; luego vio a la
madre lanzándose hacia el padre, perdiendo en el camino una tras otra de sus
desabrochadas, para por fin llegar a trompicones junto a su marido y abrazarse
a él...
Y Gregorio, con la vista ya nublada, oyó por último cómo su madre,
echando los brazos al cuello del padre, le suplicaba que no matase a su hijo.
Aquella grave herida, que tardó más de un mes en curar -nadie se atrevió a
quitarle la manzana, que quedó, pues, incrustada en su carne como testimonio
ostensible de lo ocurrido-, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio,
pese a su aspecto repulsivo actual, era un miembro de la familia, a quien no se