entendía las palabras-, ¿no parecería que renunciábamos a toda esperanza de
mejoría, y que lo abandonábamos sin más a sus suerte? Yo creo que lo mejor
sería dejar el cuarto igual que antes, para que Gregorio, cuando vuelva a ser
uno de nosotros, lo encuentre todo como estaba y pueda olvidar más
fácilmente este paréntesis.
Al oír estas palabras de la madre, Gregorio comprendió que la falta de toda
relación humana directa, unida a la monotonía de su nueva vida, debía de
haber trastornado su mente en aquellos dos meses, pues de otro modo no podía
explicarse su deseo de que vaciaran la habitación.
¿Acaso quería realmente que se convirtiese aquella confortable habitación,
con sus muebles familiares, en un desierto en el cual hubiera podido, es
verdad, trepar en todas las direcciones sin obstáculos, pero donde en poco
tiempo hubiera olvidado por completo su pasada condición humana?
De hecho, ya estaba a punto de olvidarla, y únicamente la voz de su madre,
que no oía hacía tiempo, le había hecho reaccionar. No, no había que quitar
nada; todo tenía que quedar como antes; no podía prescindir de la benéfica
influencia que los muebles ejercían sobre él, aunque coartaran su libertad de
movimientos, lo cual, en todo caso, antes que un perjuicio, debía considerarlo
una ventaja.
Desgraciadamente, su hermana no era de esta opinión, y como se había
acostumbrado -no sin motivo- a considerarse la experta de la familia en lo
que a Gregorio se refería, rebatió los argumentos de su madre y declaró que no
sólo debían sacar de la habitación el baúl y el escritorio, como al principio
habían pensado, sino también todos los demás muebles, con excepción del
indispensable sofá.
Su actitud no era fruto de la mera testarudez juvenil ni de la en sí misma,
tan repentinamente adquirida en los últimos tiempos: había observado que
Gregorio, además de necesitar mucho espacio para arrastrarse y trepar, no
utilizaba los muebles en lo más mínimo. Tal vez, con el entusiasmo propio de
su edad y deseosa de mostrarse útil, también deseaba inconscientemente que la
situación de Gregorio se volviera aún más drástica, a fin de poder hacer por él
más de lo que hacía. Pues en un cuarto en el cual Gregorio se hallase
completamente solo entre las paredes desnudas, seguramente no se atrevería a
entrar nadie excepto Grete.
No logró, pues, la madre hacerla cambiar de idea, y como en aquel cuarto
sentía una gran desazón, tardó en callarse y en ayudar a la hermana, con todas
sus fuerzas, a sacar el baúl. Gregorio podía prescindir de él, si no había más
remedio; pero el escritorio tenía que quedarse allí. Apenas hubieran
abandonado el cuarto las dos mujeres, jadeando y arrastrando el baúl
trabajosamente, saco Gregorio la cabeza de debajo del sofá para estudiar la