habitación.
Mientras, la hermana había logrado sobreponerse a la impresión causada
por tan brusca interrupción. Permaneció un instante con los brazos caídos,
sujetando con indolencia el arco y el violín, y la mirada fija en la partitura,
como si todavía estuviera tocando. Y de pronto estalló: soltó el instrumento en
el regazo de su madre, que seguía sentada en su sillón, respirando con gran
dificultad, y corrió al cuarto contiguo, al que los huéspedes, empujados por el
padre, se iban acercando ya más rápidamente. Con gran destreza manipuló
mantas y almohadas, y antes de que los huéspedes entrasen en su habitación,
ya había terminado de arreglarles las camas y se había escabullido.
El padre estaba tan fuera de sí que olvidaba hasta el más elemental respeto
debido a los huéspedes, y los seguía empujando frenéticamente. Ya en el
umbral, el que parecía llevar la voz cantante dio una patada en el suelo, y le
detuvo diciendo enérgicamente:
-Participo a ustedes -alzó la mano al decir esto y buscó con la mirada
también a la madre y a la hermana- que, en vista de las repugnantes
circunstancias que en esta casa concurren -y al llegar aquí escupió con fuerza
en el suelo-, en este mismo momento me despido. Por supuesto no voy a
pagar lo más mínimo por los días que aquí he vivido; al contrario, me pensaré
si he de pedirles una indemnización, la cual, desde luego, sería muy fácil de
justificar.
Calló y miró a su alrededor, como esperando algo. Y, efectivamente, sus
dos amigos se solidarizaron en el acto diciendo:
-También nosotros nos despedimos.
Tras lo cual, el primero en hablar agarró el picaporte y cerró la puerta de
un golpe.
El padre, con paso vacilante, tanteando con las manos, fue hasta su sillón y
se dejó caer en él. Parecía disponerse a echar su sueñecillo de todas las noches,
pero la profunda inclinación de su cabeza, caída como sin vida, demostraba
que no dormía.
Durante todo este tiempo, Gregorio había permanecido callado, inmóvil en
el mismo sitio en que lo habían sorprendido los huéspedes. La decepción por
el fracaso de su plan, y tal vez también la debilidad producida por el hambre,
le hacían imposible el menor movimiento. No sin razón, temía que se
desencadenara de un momento a otro una reacción general contra él, y
esperaba. No siquiera se sobresaltó con el ruido del violín, que cayó del regazo
de la madre a causa del temblor de sus manos.
-Queridos padres -dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un
