Capítulo 22. Inicios de letra pequeña •DALLEN•

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Por fin pude deshacerme de Cordelia y salí de aquella cafetería de mala muerte. ¿En qué momento aquello se había convertido en unos campamentos?

Se me había ido de las manos, pero ahora ya no podía hacer nada.

Saqué el móvil para volver a comprobar la dirección que había dejado mi abuelo en sus notas y, al girar la esquina, los vi. Nora y ese chico idiota besándose en el banco del parque.

Un ataque de celos empezó a subirme por el cuerpo hasta adueñarse y mi estómago. Quería apartar mi mirada de ellos dos, pero era imposible. Mis pies se habían clavado en el suelo.

Nora se apartó de ese imbécil y yo tuve la gran suerte —irónicamente— de poder apreciar la expresión sonrojada de su cara, que me encantaba cuando era yo el culpable y que ahora me hacía sentir tan vulgar.

Solté una especie de risa ahogada al entender todo lo que había pasado entre nosotros. Ahora entendía por qué me había mentido aquella noche: Era obvio que estaba enamorada de su mejor amigo y que quizás el imbécil había sido yo por confundirme. Seguro que yo había sido solamente un substituto barato de Gabin o como se llamase.

Desvié la mirada de aquel estúpido espectáculo y arranqué a andar de nuevo.

De todas maneras, era mucho mejor así. Tenía cosas más importantes de las que preocuparme y ella estaba siendo un obstáculo constante. Quizás que se fuera con él era lo mejor que me podía pasar para poder cumplir con mi propósito.

Llegué a la dirección en apenas diez minutos, el tiempo suficiente para intentar sacarme de la cabeza lo que acababa de presenciar y centrarme en lo verdaderamente relevante. Subí las escaleras que llegaban al porche de aquella casa, un poco más apartada de las demás e hice sonar el timbre.

Esperé un rato y volví a picar, esta vez con más insistencia. Había un coche aparcado justo en la entrada, así que aquel hombre tenía que estar en casa. Y yo no me iría de allí hasta hablar con él.

Aquel contacto lo había sacado de la investigación de mi abuelo. Lo último que tenía anotado en su diario era que había acordado una reunión con este hombre que tenía información confidencial y estaba dispuesto a ayudarlo. Pero nunca se llegaron a conocer, ya que mi abuelo murió antes de poder hacer el viaje. Y yo tenía la esperanza de que me ayudara a mí esta vez.

La puerta se abrió y delante de mí se presentó un hombre calvo de unos setenta años en tirantes, aunque estábamos ya en octubre. La camiseta se le levantaba ligeramente por culpa de su barriga cervecera, pero yo solo me podía fijar en la mancha de mostaza seca que la adornaba. Me miró de arriba abajo con el ceño fruncido y entonces habló:

Cuando Decidas Saltar ⚠️ ¡27/11/23 en físico!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora