42. Incertidumbre.

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— ¿Habéis escuchado eso, chicas? Lo que dicen en la ciudad.
—Ay papá, en la ciudad se dicen muchas cosas. —Bufó Alya. Había estado encrespada desde la despedida de Marinette y lo ocurrido con Nino. Ella solía ser fuerte e impenetrable como una muralla y odiaba sentirse débil, pero cuando no podía soportar más la tristeza, se enojaba consigo misma y, por consiguiente, con el mundo. Otis, su padre, pasó por alto aquella sublevación en el tono de su voz y negó.
—Dicen que ocurrió algo en el castillo. Han estado llegando soldados desde la frontera en el noroeste.
—¿Del reino de la Estrella? —Se interesó Marlena, dejando las sartenes de lado. Las pequeñas Ella y Etta jugaban en el patio trasero donde antes (lo que pareció demasiado tiempo antes) Marinette y Nora solían practicar a las espadas, ajenas a todo.
—Sí.
— ¿No que no quedaba gente allí?
—Ya nada es seguro, porque sabemos que quienes atacaron la caravana la noche del camino real eran soldados vestidos con armaduras negras, como las que vestían en el reino de la estrella antes del cataclismo.
Hubo un silencio largo. Sin embargo, Alya se levantó dando un ligero puñetazo sobre la mesa.
—No sabemos qué ocurrió realmente esa noche, pero si hay rumores de que algo ocurre en el castillo, debemos estar preparados.
— ¿Preparados para qué, hija?—Quisio saber la pobre Marlena, preocupada. Sin embargo, su hija no respondió, sino que intercambió una mirada con su padre y fue él quien respondió con gesto ensombrecido:
—Para qué va a ser, Marlena, para huir de este reino...

***
M

ientras tanto en el castillo, no tan lejos de la residencia de los Césaire, se movilizaban desde el noroeste campañas de soldados vestidos de negro.

— ¡¿Cómo que no habéis encontrado al príncipe?! —La nueva reina se irguió con furia, pegando una fuerte pisada con su alto tacón negro en el piso de blanco mármol.

—M-mi reina...—El soldado que habló aún llevaba el sol dorado sobre el peto de la armadura, aunque la reina lo ignoró. Una sed de sangre insoportable le invadía el alma y trataba con todas sus facultades de controlarla, pues en su estado si ejecutaba un maleficio asesino podría tener graves consecuencias. Así que suspiró muy profundo y se dirigió a los hombres que vestían de negro.

—Lleven a estos ineptos a las mazmorras hasta que entiendan dónde debe estar su lealtad. Háganles saber que ya no existe más la dinastía Agreste en este castillo.

— ¡Sí, mi reina! —Los soldados vestidos de negro se llevaron arrastras a sus contrapartes vestidos de blanco y oro. Los otros pocos que quedaron en el salón del trono se retorcían las manos o efectuaban cualquier otro gesto que denotara nerviosismo o terror.

— ¿Quién de ustedes es el heraldo real?

Un hombre regordete dio un paso al frente, con cara de ratoncillo ajado y su pelo gris bien peinado hacia atrás.

—Y-yo... mi reina...

— ¿Así que no has escatimado en aceptarme como tu reina? ¿Cómo puedo confiar en tu lealtad?

— ¡Mi reina! T-tengo una hija... por ella haría lo que fuera, le ofrezco todo, mis pertenencias, mis conocimientos, todo, a cambio de que le permita a mi hija el bienestar.

Ella lo miró un minuto, y luego volvió a hablarle con pausa.

— Eres André Bourgeois, ¿no? Tu hija es Chloé, la prometida del príncipe.

—Así es mi reina, pero le aseguro que mi hija no tiene idea del paradero del príncipe. Él es un chico noble, y jamás pondría en peligro a su prometida.

—En efecto. Veo que es usted un hombre de juicio sincero y criterio inquebrantable, siempre y cuando le asegure el bienestar de su hija, podrá servirme para algo. Le nombro ministro del reino.

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⏰ Última actualización: Jan 10, 2023 ⏰

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