19. Exilio (Parte I)

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En la oscuridad, el niño apenas podía permitirse imaginar que las voces que escuchaba junto con las finas franjas de luz rojiza que se colaban por las rendijas de su pequeña y alta ventana, eran los personajes de una historia de aquellas que su difunta madre solía contarle cuando aún vivían en el bosque, antes de que los guardias los sorprendieran y derribaran todo lo que había sido suyo: su bonita cabaña en el enorme roble rojo, el columpio de cuerda de cáñamo en el que jugaban por las tardes, y claro, la tranquila vida que su madre se había esforzado por construir para que su pequeño no sufriera la soledad que le era encomendada a pobres almas desamparadas por los dioses, como él.

Abajo, en el patio, los niños del castillo de la Nube jugaban hasta hastiarse y comían manjares de dulces bayas, pasteles de chocolate y jugos de tantos colores y sabores como frutas pudieran encontrarse en el campo. Todo era muy distinto en aquel nuevo hogar al que los habían llevado y ya el niño se había acostumbrado a no tener a su madre cerca. Ella no había soportado el encierro y había muerto apenas unos meses después. El niño se dio cuenta tarde de que su madre se había quitado de la boca el poco pan duro que les llevaban los guardias para poder alimentarlo a él, y poco después se había quedado tan desnutrida que se había muerto, sin ánimos ya ni para abrazar a su pequeño flacucho.

El niño aún tenía pesadillas y se despertaba en medio de la oscuridad buscándola, pero poco tiempo pasaba antes de que pudiera recordar que ella, la única persona que lo había amado, había muerto por su causa.

Su existencia fue una desgracia desde que viera la luz por primera vez.

Sin embargo, ese día había sido algo distinto que los anteriores. Para empezar, por la mañana no se escucharon las risas y correteos de los niños en el jardín y cuando ya caía la tarde no apareció nadie a llevarle la típica ración de pan rancio y agua sin sabor. El pobre niño tenía tanta hambre que su pequeño y frágil cuerpo apenas podía tenerse despierto.

Pasaba ya de la media noche cuando alguien se detuvo frente a la portezuela de su celda oscura. La madera algo podrida allí donde se juntaba con el suelo húmedo permitió la entrada de una franja de luz anaranjada, seguro de alguna antorcha o lámpara de aceite.

—Princesa... —dijo la voz de un hombre—. Este chico...

—Trátame con el respeto que se merece tu reina. —le espetó la voz de una muchacha. No podía ser muy mayor por su voz, pero no fue aquel sonido el que hizo que el niño usara la poca fuerza que le quedaba para alzar la cabecita y prestar atención.

—Hermana, si de verdad este niño está aquí... —habló otra persona, que el niño reconoció como la voz de una niña más o menos de su edad.

—Si de verdad está aquí, pues nosotros debemos enfrentar el crimen de nuestro padre y ofrecerle ayuda. Abra la celda, por favor.

El hombre, a regañadientes, obedeció. El niño tuvo que taparse la cara enjuta con sus manitas huesudas.

— ¡Oh! —una exclamación abandonó los labios de una de las jóvenes, la mayor, que de inmediato se acercó al niño—. No puede ser... este niño... ¡mírelo! ¡Parece un cadáver! ¡Qué crimen tan atroz! —y se echó a llorar.

—Princesa... —iba a intervenir el hombre, pero la otra, la más joven dio un paso al frente y le plantó cara.

Los Reinos Celestiales (Miraculous)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora