9. Un ladrón, un príncipe y una aparente doncella.

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—No sé qué es lo que hiciste, pero sea lo que sea, te debo una.

—Me debes muchas.

Adrien aceptó con una sonrisa el sarcasmo de Plagg, claro que le debía mucho. El muchacho había logrado convencer a aquel gorila que su padre le había puesto como guardián en lo que esperaban la respuesta del caballero rojo, por lo que en ese momento estaban los tres, vestidos de manera muy casual (el príncipe llevaba una capucha echada sobre su inconfundible cabello dorado), caminando por una calle muy concurrida de la ciudad.

Adrien no recordaba la última vez que andaba tan libremente en la capital de su propio reino. La primera vez apenas tenía nueve años y ni si quiera consiguió ir más allá de la plaza porque un soldado lo reconoció de inmediato y lo llevó devuelta al castillo. Luego de eso, nunca más pudo salir. Claro, hasta que empezó a ser Chat Noir, aunque aquello no era lo mismo, la capital era muy distinta en la noche, era fría y silenciosa. Sin embargo, en ese momento a pesar de que la nieve amenazaba con caer, el tumulto de vendedores y compradores de la plaza y el correteo de la gente de un lado al otro opacaba el frío clima llenando el lugar de aquella inconfundible calidez humana.

*

En ese mismo momento, y sin saber qué le deparaba el destino ese día, una joven se adentraba en el bosque. Había salido de su casa ataviada en un vestido normal, holgado y de color salmón que le permitía moverse con facilidad sin dejarla padecer demasiado frio. Tan silenciosa como se lo permitieron las ramitas y hojas secas que yacían en el suelo y crujían cada vez que se rompían bajo el peso de sus pasos, se acercó a un pavo silvestre que andaba por el lugar, preparando en el arco que cargaba una flecha de madera pulida y rematada con plumas de gallina, fabricada a mano.

*

En la plaza, Adrien se desenfocó un poco del destino de su viaje, pues algunos puestos le parecieron muy interesantes. Vio un quiosco donde un orfebre mostraba el arte de sus manos en su oficio, y se acercó al puesto de un pintor que le recordó demasiado a la plática que había tenido más temprano con su madre.

*

En el bosque sopló una ráfaga de viento, tan fría que a la joven casi le castañearon los dientes. El animal, por su parte la guió sin saberlo hasta su nido.

*

— ¡Oh, qué veo! —exclamó el pintor de la plaza cuando vio a Adrien. El príncipe tragó saliva con fuerza, pero no se movió un milímetro cuando el hombre tendió hacia él sus dedos manchados de pintura—. ¡Vaya ojos verdes más hermosos! ¡Son tan parecidos a los del príncipe!

—Muchas gracias, señor. —dijo Adrien, ocultando más su rostro en la capucha marrón oscuro. El hombre volvió a exclamar:

— ¿Me permitiría pintarlo, jovencito?

— ¿A-a mí...?

— Por su puesto. Siempre he querido inmortalizar unos ojos tan bonitos como los suyos.

—Sería un placer, buen señor. Pero en este momento, no puedo, tendré que negarme, lo siento.

Iba a seguir con su camino cuando el hombre volvió a abrir la boca para pedirle que lo considerara, pero entonces, el anciano orfebre que habían visto antes en el puesto gritó:

— ¡Un ladrón!

Y un joven pasó como un bólido corriendo por la plaza en dirección al bosque.

*

La cazadora se asomó en sumo silencio, con todo el sigilo del que era capaz hasta ver al regordete animal entrar por el hueco del tronco medio seco de un gran árbol. Desde adentro resonaba el glugluteo de la familia de pavos silvestres. Casi se sintió afligida por lo que iba a hacer, pero esas eran las leyes de la naturaleza: ellos crecían, y ella se alimentaba de ellos para seguir viviendo.

Los Reinos Celestiales (Miraculous)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora