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🏯Pequeño Palacio, Os Alta, Ravka Oriental🏯

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🏯Pequeño Palacio, Os Alta, Ravka Oriental🏯

Pov Alina

Tras una noche inquieta, me desperté temprano y no pude volver a dormirme. Había olvidado cerrar las cortinas al irme a la cama, y la luz del sol entraba por las ventanas. Pensé en levantarme para cerrarlas e intentar volver a dormirme, pero no tenía la energía suficiente.

No estaba segura de si eran el miedo y la preocupación los que me habían mantenido en movimiento y dando vueltas, o si era el lujo tan poco familiar de dormir en una cama de verdad después de tantos meses durmiendo en catres tambaleantes o sin nada salvo un petate entre el suelo y yo.

Me estiré y alargué el brazo para pasar un dedo por los pájaros y flores intrincadamente tallados en el poste de la cama. Por encima de mí, el dosel se abría para revelar un techo pintado de colores llamativos, con un elaborado patrón de hojas, flores y pájaros volando.

Mientras lo miraba, contando las hojas de una corona de enebro y comenzando a quedarme dormida de nuevo, alguien golpeó suavemente la puerta. Salí de entre las pesadas mantas y deslicé los pies en las zapatillas forradas de piel que había junto a la cama.

Cuando abrí la puerta, una sirvienta estaba esperando con ropa, un par de botas y una kefta azul oscuro bajo el brazo. Apenas tuve tiempo de darle las gracias antes de que hiciera una reverencia y desapareciera.

Cerré la puerta y puse las botas y la ropa sobre la cama. Colgué cuidadosamente la nueva kefta sobre el biombo. Me limité a mirarla durante un rato. Me había pasado la vida con ropa heredada de huérfanos mayores, y después con el uniforme reglamentario del Primer Ejército. Desde luego, nunca había tenido nada hecho solo para mí. Y nunca había soñado siquiera que llevaría la kefta de un Grisha.

Me lavé la cara y me cepillé el pelo. No estaba segura de cuándo llegaría Genya, por lo que no sabía si tenía tiempo de darme un baño. Me moría por una taza de té, pero no tenía el valor de llamar a un sirviente. Finalmente, me quedé sin nada que hacer.

Comencé por la pila de ropa que había sobre la cama: unos bombachos de una tela con la que jamás me había encontrado, que parecía ajustarse y moverse como una segunda piel, una larga blusa de fino algodón con un ceñidor azul oscuro, y unas botas. Pero llamarlas botas no parecía adecuado. Yo tenía botas. Estas eran algo completamente distinto, hechas del cuero negro más suave, y se ceñían perfectamente a mis pantorrillas. Eran ropas extrañas, similares a lo que llevaban los campesinos y los granjeros, pero los tejidos eran más finos y caros de lo que cualquier campesino podía permitirse.

Cuando acabé de vestirme, eché un vistazo a la kefta. ¿De verdad me la iba a poner? ¿De verdad iba a ser una Grisha? No parecía posible.

Solo es un abrigo, me reprendí.

Tomé aire profundamente, descolgué la kefta del biombo, y me la puse. Era más ligera de lo que parecía, y, como el resto de la ropa, me encajaba a la perfección.

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