Capítulo 3

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La señora Touchett era sin duda una persona con muchas rarezas, de las cuales su comportamiento al volver a casa de su marido tras muchos meses de ausencia era un claro ejemplo. Tenía su propio estilo de hacer todo lo que hacía, y esta es la descripción más sencilla de un personaje que, pese a no carecer en absoluto de gestos generosos, rara vez lograba transmitir una sensación de delicadeza. La señora Touchett podía hacer mucho bien, pero nunca complacía. Esa manera suya, de la que se sintió tan orgullosa, no es que fue intrínsecamente ofensiva, tan solo se distinguía incuestionablemente de la forma en que los demás hacían las cosas. Las aristas de su personalidad eran tan afiladas que en las personas susceptibles causaban a veces el mismo efecto que un cuchillo. Esa dureza refinada quedó de manifiesto en su comportamiento durante las primeras horas tras su regreso de Estados Unidos, en unas circunstancias en las que parecería que su primer gesto debería haber sido el intercambiar saludos con su esposo e hijo. La señora Touchett, por razones que ella consideraba excelentes, siempre se retiraba en tales ocasiones a una reclusión impenetrable, y posponía aquella otra ceremonia más sentimental hasta haber puesto remedio al desorden de su atuendo con una meticulosidad que carecía de para ser de tan primordial importancia, puesto que ni la belleza ni la vanidad tenían nada que ver en ello. Era una mujer mayor, de rostro poco agraciado, carente de garbo y sin especial elegancia, pero con un sumo respeto hacia sus propios motivos. Normalmente estaba dispuesta a expresar eran, si dicha explicación se le pedía como un favor; y en tales casos, los motivos resultaban completamente distintos de aquellos que se le atribuido. Estaba prácticamente separado de su marido, pero no parecía percibir nada anómalo en dicha situación. Había quedado claro, desde los inicios de su vida en común, que jamás habrían de desear lo mismo en el mismo momento, y con tal premisa ella había logrado rescatar el desacuerdo del ámbito vulgar de lo fortuito. Hizo cuanto estuvo en sus manos para erigir aquello en ley, aspecto este mucho más edificante, yéndose a vivir a Florencia, donde se compró una casa y se estableció, y dejando que su marido se quedase al frente de la sucursal de su banco en Inglaterra . Dicha solución la complació enormemente: era acertada y felizmente definitiva. Su marido fue de la misma impresión, en una plaza de Londres cubierta de niebla, donde en ocasiones ese era el hecho más definitivo que era capaz de discernir; pero habría preferido que asuntos tan antinaturales hubiesen tenido una mayor vaguedad. Aceptar el desacuerdo le había supuesto un gran esfuerzo; estaba dispuesto a avenirse a cualquier cosa menos a aquella, y no veía razón alguna para que ni el acuerdo ni el desacuerdo tuviesen que ser tan terribles y permanentes. La señora Touchett no se incluyó lamentos ni especulaciones, y normalmente iba una vez al año a pasar un mes con su marido, período durante el cual, al parecer, se esforzaba en convencerlo de que el sistema de vida que había adoptado era el adecuado. A ella no le agradaba el estilo de vida en inglés, y contaba con tres o cuatro razones para ello a las que aludía casi siempre; hacían referencia a cuestiones menores de aquel antiguo, pero en opinión de la señora Touchett justificaban sobradamente su negativa a residir en el país. Detestaba la salsa de pan, que, en palabras suyas, parecía un emplasto y sabía a jabón; no aprobaba el consumo de cerveza por parte de sus doncellas, y afirmaba que las lavanderas británicas (la señora Touchett era muy exigente con el aspecto de su ropa blanca) no dominaban en absoluto el oficio. A intervalos regulares hacía visitas a su país, pero esta última había sido más larga que cualquiera de las precedentes. y afirmaba que las lavanderas británicas (la señora Touchett era muy exigente con el aspecto de su ropa blanca) no dominaban en absoluto el oficio. A intervalos regulares hacía visitas a su país, pero esta última había sido más larga que cualquiera de las precedentes. y afirmaba que las lavanderas británicas (la señora Touchett era muy exigente con el aspecto de su ropa blanca) no dominaban en absoluto el oficio. A intervalos regulares hacía visitas a su país, pero esta última había sido más larga que cualquiera de las precedentes.

Se había hecho cargo de su sobrina, de eso no cabía ninguna duda. Una húmeda tarde, unos cuatro meses antes de la escena anteriormente narrada, la joven se hallaba sentada con la única compañía de un libro. Decir que se hallaba así ocupada es decir que la soledad no le pesaba, ya que su amor por el conocimiento tenía una cualidad fértil, y ella estaba dotada de gran imaginación. En aquella época, sin embargo, había en su situación una ausencia de novedades que la llegada de una visita inesperada hizo mucho por remediar. La visita no había sido anunciada; la joven se enteró por fin al oírla recorrer la estancia contigua. Era una casa antigua en Albany, una casa doble, grande, cuadrada, con el cartel de venta en las ventanas de uno de los aposentos inferiores. Contaba con dos entradas, una de las cuales llevaba largo tiempo en desuso, pero nunca había sido tapiada. Ambas eran exactamente iguales: grandes puertas blancas en un marco arqueado y con amplios tragaluces laterales, en lo alto de pequeñas escalinatas de piedra rojiza que descendían transversalmente hasta la calzada de adoquines de la calle. Las dos casas unidas constituían una única vivienda, ya que se había derribado el muro de separación y se habían comunicado las estancias. Dichas estancias, en lo alto de las escaleras, eran muy numerosas y estaban pintadas todas ellas exactamente igual, de un blanco amarillento que con el tiempo se había tornado cetrino. En el tercer piso había una especie de pasadizo con arcos que unía ambos lados de la casa, al que de niñas Isabel y sus hermanas llamaban el túnel y que, pese a ser corto y estar bien iluminado, siempre le daba a la joven la impresión de ser extraño y solitario, sobre todo en las tardes de invierno. De niña, había estado en aquella casa en distintas épocas; en aquellos tiempos era su abuela la que residía allí. Después había habido una ausencia de diez años, seguida por el retorno a Albany antes de la muerte de su padre. Al principio su abuela, la anciana señora Archer, había hecho gala, principalmente con los miembros de su familia, de una gran hospitalidad, y las niñas a menudo pasaban semanas bajo su techo, semanas de las que Isabel guardaba los recuerdos más gratos. El modo de vida era distinto del de su propia casa: más a lo grande, de una mayor abundancia, prácticamente festivo; la disciplina en los aposentos infantiles era deliciosamente laxa y las oportunidades de escuchar la conversación de los mayores (algo que para Isabel constituía un auténtico placer) no tenían límite. Había un constante ir y venir; los hijos e hijas de la abuela y su progenie parecían disfrutar de invitación permanente para visitarla y quedarse, de manera que la casa guardaba hasta cierto punto la apariencia de una concurrida posada de provincias regentada por una anciana posadera llena de amabilidad, que suspiraba de continuo y jamás presentaba la cuenta. Isabel, como es natural, no sabía nada de cuentas, pero incluso de niña encontraba romántico el hogar de su abuela. Había en la parte de atrás un patio cubierto, provisto de un columpio que era objeto de trémulo interés; y más allá había un largo jardín, que descendía hasta los establos, en el que había unos melocotoneros de una familiaridad apenas creíble. Isabel había estado con su abuela en distintas estaciones, pero todas sus visitas tenían en cierto modo sabor a melocotón. Al otro lado de la calle se levantaba una antigua casa conocida como la Casa Holandesa, de peculiar estructura que databa de los primeros tiempos de la época colonial, hecha de ladrillos que se habían pintado de amarillo, coronada por un gablete que apuntaba hacia los forasteros, protegida por una desvencijada valla de madera y situada de lado a la calle. La casa estaba ocupada por una escuela infantil para niños de ambos sexos, y se encargaba de atenderla, o más bien de desatenderla, una dama muy efusiva, de quien lo que más recordaba Isabel era que llevaba siempre el cabello recogido en las sienes con unas extrañas peinetas de andar por casa y que era la viuda de alguien importante. A la niña le habían ofrecido la oportunidad de sentar las bases del conocimiento en aquella institución, pero, tras pasar allí una única jornada, se había quejado de las normas y le habían permitido quedarse en casa, adonde, en los días de septiembre, cuando las ventanas de la Casa Holandesa permanecían abiertas, le llegaba el rumor de voces infantiles que coreaban la tabla de multiplicar, y en tales momentos la euforia de la libertad y el dolor de la exclusión se entremezclaban hasta hacerse indistinguibles. Las bases del conocimiento de Isabel se asentaron en realidad en la quietud de la casa de su abuela, en la que, por no ser aficionados a la lectura la mayoría de sus habitantes, podía hacer uso sin cortapisas de una biblioteca repleta de libros con frontispicios, que cogía encaramada a una silla. Cuando había encontrado uno a su gusto (la portada del libro era su principal guía para la elección) se lo llevaba a un misterioso aposento que había detrás de la biblioteca y que, tradicionalmente, nadie sabía por qué, se conocía como el despacho. Isabel jamás descubrió a quién había pertenecido dicho despacho ni en qué época había prosperado; para ella era suficiente que hubiese allí eco y un agradable olor a moho, y que se utilizase como trastero de muebles viejos caídos en desgracia cuyo deterioro no siempre saltaba a la vista (razón por la que aquel castigo parecía inmerecido y que los convertía en víctimas de la injusticia) y con los cuales, a la manera infantil, había establecido unas relaciones casi humanas y sin duda teatrales. En especial, había un viejo sofá de crin, al que había confiado cientos de penas infantiles. El lugar debía gran parte de su misteriosa melancolía al hecho de que en realidad se entrase a él por la segunda puerta de la casa, la puerta que había sido condenada, y a que estaba protegida por unos cerrojos que a una niñita especialmente delgada le resultaría imposible descorrer. Sabía que aquel portal silencioso e inmóvil se abría a la calle; si las vidrieras de los lados no hubiesen estado cubiertas de papel verde, podría haber visto desde allí la pequeña escalinata marrón y la calzada de adoquines desgastados. Pero no sentía deseos de mirar, ya que eso habría interferido con su teoría de que al otro lado existía un lugar extraño e ignoto, que en la imaginación infantil se convertía, al dictado de su estado de ánimo, en territorio placentero o terrorífico.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora