Capítulo 13

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Fue tal sentimiento y no el deseo de pedir consejo, cosa que no sintió en absoluto, lo que impulsó a Isabel a hablar con su tío de lo que había sucedido. Tenía ganas de hablar con alguien; así se sentiría más natural, más humana, y, para ese fin, su tío se le antojaba más apropiado que su tía o su amiga Henrietta. Su primo, por supuesto, podía ser su confidente; pero resultaría una situación violenta para ella confiarle aquel secreto especial a Ralph. Así pues, al día siguiente, tras el desayuno, buscó la oportunidad. Su tío jamás abandonaba sus aposentos hasta la tarde, pero recibía a sus compinches, como él decía, en su vestidor. Isabel había llegado a ocupar un lugar en el grupo así denominado, que, aparte de ella, incluía al hijo del anciano, a su médico, a su ayuda de cámara e incluso a la señorita Stackpole. La señora Touchett no figuraba en la lista, y eso suponía un obstáculo menos para que Isabel encontrase a su anfitrión solo. Estaba sentado en una silla de compleja mecánica, ante la ventana abierta de la estancia orientada a poniente y con vistas al parque y el río, con sus periódicos y sus apiladas al lado, recién terminado el minucioso aseo, y con expresión de benevolente expectación en el rostro terso y contemplativo.

Isabel fue directa al grano.

—Creo mi deber comunicarle que lord Warburton me ha pedido que me case con él. Supongo que debería decírselo a mi tía; pero me ha parecido que era mejor decírselo primero a usted.

El anciano no mostró sorpresa alguna, y le agradeció la confianza que le mostraba.

—¿Te importaría decirme si lo has aceptado? —Preguntó a continuación.

—Todavía no le he dado una respuesta definitiva; me he tomado algún tiempo para pensarlo, ya que eso me parece más respetuoso, pero no voy a aceptarlo.

El señor Touchett no hizo ningún comentario al oír esas palabras; daba la impresión de estar pensando que, por mucho interés que pudiese tener él en el asunto desde el punto de vista social, no tenía ni voz ni voto en la cuestión.

—Bueno, ya te dije que tendrías éxito en este país. A las estadounidenses se las aprecia muchísimo.

—Muchísimo, sin duda —dijo Isabel—. Pero aun a riesgo de parecer desagradecida y carente de gusto, no creo que pueda casarme con lord Warburton.

—Bueno —prosiguió su tío—, está claro que un anciano no puede decidir por una joven. Me alegro de que no me lo preguntaras antes de tomar tu decisión. Supongo que debería decirte —añadió lentamente, pero como si careciese de importancia— que hace tres días que estoy al tanto de todo.

—¿De los propósitos de lord Warburton?

—De sus intenciones, como se dice aquí. Me escribió una carta muy agradable, informándome de todo a este respecto. ¿Te gustaría ver la carta? — preguntó el anciano amablemente.

—Gracias; creo que no me interesa. Pero me alegra que le escribiese; era lo correcto, y él siempre se asegura de hacer lo correcto.

—Vaya, vaya, me parece que sí que te gusta —declaró el señor Touchett—.

No tienes por qué fingir que no es así.

—Me gusta enormemente, no me duelen prendas en reconocerlo. Pero no deseo casarme con nadie por el momento.

—Piensas que puede aparecer alguien que te guste más. Pues sí, es muy probable —dijo el señor Touchett, quien parecía deseoso de mostrar su afecto a la joven tratando de hacerle más fácil su decisión y buscando razones alegres para ello.

—No me importa si no conozco a nadie más. Lord Warburton ya me gusta lo suficiente.

Dio la apariencia de sufrir uno de aquellos repentinos cambios de opinión que a veces alarmaban e incluso desagradaban a sus interlocutores.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora