Capítulo 24

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Habría resultado realmente difícil determinar qué perjuicio podría ocasionarle a Isabel la visita que por fin hizo a la casa del señor Osmond en lo alto de la colina. Nada podría haber resultado más encantador en aquella ocasión, en aquella deliciosa tarde con la primavera toscana en pleno apogeo. El coche de las dos amigas franqueó la Puerta Romana, pasando bajo la enorme superestructura lisa que corona el sencillo y elegante arco de dicho portal y que hace que resulte impresionante en su desnudez, y después serpenteó por callejuelas flanqueadas de altas tapias por las que se desparramaba la exuberancia y la fragancia de los huertos en flor, hasta alcanzar esa piazza de trazado irregular que dominaba la ciudad, en la que la larga muralla de color marrón de la villa que ocupaba en parte el señor Osmond era un elemento fundamental o, cuando menos, destacado. Isabel atravesó con su amiga un patio amplio y elevado, en el que el nivel inferior estaba sumido en una leve sombra, mientras que en el superior dos galerías de arcos livianos, la una frente a la otra, concentraban la luz del sol en sus esbeltas columnas y en las plantas que las cubrían. El lugar tenía un aire adusto y recio; daba la impresión de que, una vez en su interior, fuera necesario hacer acopio de energía para salir de él. Por la mente de Isabel, sin embargo, no cruzaba todavía pensamiento alguno de salir de allí, sino únicamente de adentrarse en el lugar. El señor Osmond salió a recibirlas a la fría antecámara, fría incluso en el mes de mayo, y las condujo, a ella ya la dama que era su guía, a los aposentos antes descritos. Madame Merle iba delante, y mientras Isabel se entretenía en un instante hablando con su anfitrión, la dama dio muestras de su familiaridad con el lugar al entrar en la sala y saludar a las dos personas allí sentadas. Una de ellas era la pequeña Pansy, en cuya mejilla depositó un beso; la otra era una dama que el señor Osmond presentó a Isabel como su hermana, la condesa Gemini.

—Y esta es mi hijita oferta—, que acaba de salir del convento.

Pansy llevaba un ligero vestido blanco, y el rubio cabello primorosamente recogido en una redecilla; lucía unos pequeños zapatos anudados a los tobillos, a modo de sandalias. Obsequió a Isabel con una leve reverencia conventual, y a continuación se aproximó para que la besase. La condesa Gemini se limitó a inclinar la cabeza sin abandonar su asiento. Isabel advirtió que se trataba de una mujer de mucho postín. Era morena, delgada y nada bella, pues sus facciones recordaban a un pájaro tropical: nariz larga y curvada como un pico, ojos pequeños e inquietos y boca y barbilla hundidas en exceso. El rostro, sin embargo, merced a sus variadas expresiones de asombro y énfasis, de alegría y horror, no carecía de humanidad y, en lo que concernía a su apariencia, era evidente que se conocía bien y sabía cómo resaltar sus puntos fuertes. Su atuendo, delicado y voluminoso, rebosante de elegancia, semejaba un refulgente plumaje, y sus ademanes eran tan súbitos y leves como los del ave que se posa en una rama. Tenía mucho estilo; e Isabel, que jamás había conocido a nadie con tanta clase, la clasificó de inmediato como la más afectada de las mujeres. Recordó que Ralph le había recomendado no cultivar su amistad, pero estaba dispuesta a reconocer que, a primera vista, la condesa Gemini no parecía tener mucho fondo. Sus gestos traían a la mente el ondear violento de una bandera de armisticio general, entre revuelos de seda blanca y gallardetes.

—Se convencerá de cuánto me alegra conocerla si le digo que he venido únicamente porque sabía que iba a estar usted aquí. Yo no vengo a visitar a mi hermano, hago que sea él quien venga a verme a mí. Esta colina suya es terrible, no sé qué le encuentra. De verdad, Osmond, un día de estos vas a acabar con mis caballos, y, como les pase algo malo, tendrás que comprarme un nuevo par. Hoy los he oído jadear, te lo juro. Y es francamente desagradable oír cómo resuellan los caballos cuando una va sentada en el carruaje; da la impresión de que no fuesen lo que deberían ser. Pero yo siempre he tenido buenos caballos; puede que haya carecido de otras cosas, pero siempre me las he arreglado para tenerlos. Mi esposo no es que sepa mucho, pero creo que de caballos sí que entiende. Los italianos por lo general no lo hacen, pero mi esposo, con sus escasas luces, está a favor de todo lo que sea inglés. Y mis caballos son ingleses, así que sería una verdadera lástima que se echaran a perder. Debo decirle —continuó, dirigiéndose a Isabel— que Osmond no me invita a menudo, que no creo que le agrade tenerme aquí. Lo de venir hoy ha sido solo idea mía. Me gusta conocer gente nueva, y estoy segura de que usted lo es, y mucho. Pero no se siente ahí, esa butaca no es lo que parece. Aquí hay algunos sillones muy cómodos, pero también otros que son un horror.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora