Capítulo 35

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Mientras paseaba con su prometido por el Cascine, Isabel no sintió el menor impulso de explicarle la poca aprobación de que era objeto en el palazzo Crescentini. La discreta oposición que mostraban su tía y su primo ante la boda no la afectaba demasiado en general; lo que se desprendía de esta oposición era simplemente que Gilbert Osmond no les gustaba. Isabel no sintió este rechazo como algo alarmante, solo lo lamentaba, ya que le servía principalmente para dejar más claro el hecho, tan honorable desde cualquier punto de vista, de que se casaba para complacerse a sí misma. Se puede hacer otro tipo de cosas para complacer a los demás, pero esto se hacía para lograr una satisfacción más personal, y la de Isabel quedaba confirmada por la conducta intachable, digna de admiración, de su prometido. Gilbert Osmond estaba enamorado, y nunca había merecido menos las severas críticas lanzadas por Ralph Touchett que durante aquellos días tranquilos y radiantes, únicos e irrepetibles, que precedieron a la culminación de sus esperanzas. La impresión más importante que estas críticas han producido en el ánimo de Isabel era que la pasión del amor separaba terriblemente a su víctima de todos salvo del objeto amado. Se sintió desconectada de todas las personas que se formó parte de su vida: sus dos hermanas, que le escribieron para expresarle el consabido deseo de que fuera feliz y su sorpresa, de algún modo más vaga, por no haber escogido un consorte que fue el héroe de un más rico anecdotario; de Henrietta, que seguramente se presentaría allí demasiado tarde con el propósito de reconvenirla; de lord Warburton, que probablemente acabaría por consolarse; y de Caspar Goodwood, que tal vez no se consolase jamás; de su tía, que tenía unas ideas frías y superficiales acerca del matrimonio, por el que a su vez sintió un desprecio que no se molestaba en ocultar; y de Ralph, las palabras acerca de que tenía grandes esperanzas para ella no eran sino una excusa extravagante para ocultar su decepción personal. Al parecer Ralph no quería que se casara nunca (eso era lo que en realidad quería decir), porque se divertía con el espectáculo de sus aventuras de mujer soltera. Su decepción le hacía decir cosas desagradables del hombre que Isabel había preferido incluso a él: Isabel se complacía pensando en que Ralph se había enfadado. Era más sencillo para ella creer esto porque, como digo, ahora tenía pocas emociones libres u ociosas para emplearlas en cuestiones menores, y aceptaba como un accidente, de hecho casi como un ornamento, del destino la idea de que preferir a Gilbert Osmond como ella lo hacía suponía por fuerza romper con todos los demás lazos. Isabel saboreaba la dulzura de esta preferencia, dulzura que la hacía consciente, casi con admiración, del flow envidioso e implacable de esa condición de embrujo y posesión, grande como el honor y la virtud que se atribuyen tradicionalmente al estar enamorado. Era el lado trágico de la felicidad: la alegría de uno siempre está hecha de la infelicidad de otro. grande como el honor y la virtud que se atribuyen tradicionalmente al estar enamorado. Era el lado trágico de la felicidad: la alegría de uno siempre está hecha de la infelicidad de otro. grande como el honor y la virtud que se atribuyen tradicionalmente al estar enamorado. Era el lado trágico de la felicidad: la alegría de uno siempre está hecha de la infelicidad de otro.

La euforia del éxito, que sin duda ardía ahora en el espíritu de Osmond, dejaba escapar muy poco humo para ser una hoguera tan brillante. La alegría en él no se manifestaba de forma vulgar; la emoción, en el más contenido de los hombres, era una especie de éxtasis de autocontrol. Esta disposición, sin embargo, le convertía en un amante admirable, pues le daba una visión constante de ese estado de encantamiento y devoción. Nunca se olvidaba de sí mismo, como he dicho, y así nunca se olvidaba de ser amable y tierno, de cubrirse con la apariencia (lo que no le suponía desde luego ninguna dificultad) de mantener alerta los sentimientos y albergar intenciones profundas. Su joven dama le complacía inmensamente; madame Merle le había hecho un regalo de incalculable valor. ¿Con quién se podía vivir mejor que con un espíritu noble con inclinación a la ternura? ¿Acaso no iba a ser toda esa dulzura para él, mientras que los aspectos más fatigosos irían destinados a la sociedad, que sentía tanta admiración por los aires de superioridad? ¿Qué mejor don podía poseer una compañera que una mente rápida e imaginativa que le evitaba tener que repetir las cosas y reflejaba sus pensamientos en una superficie pulida y elegante? Osmond odiaba ver sus opiniones reproducidas literalmente, pues le hacía parecer rancio y estúpido; prefería que se renovaran al ser reproducidas, como la música renueva las palabras. Su egocentrismo nunca había adoptado la forma tosca de desear una esposa aburrida; la inteligencia de aquella dama sería bandeja de plata, no de barro: una bandeja en la que poder apilar montones de frutos maduros, a los que añadiría un valor decorativo, de modo que la conversación se convertiría para él en una especie de postre. Descubrió esta perfecta cualidad de plata en Isabel; él podía llamar con los nudillos a la puerta de su imaginación y hacerla vibrar. Sabía perfectamente, aunque nadie se lo hubiese dicho, que aquella unión gozaba de poco favor entre los familiares de la joven. De todos modos, la había tratado tanto como a una persona independiente que apenas parecía necesario lamentarse por la actitud de su familia. Sin embargo, una mañana hizo una brusca alusión al respecto.

El retrato de una dama - Henry JamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora